7 de julio de 2015

revelando el tacto (2ª parte)

El (t)acto de ver de Stan Brakhage
Para describir la relación entre el ojo y la mano no basta con decir que uno juzga y la otra ejecuta, ya que cuanto más subordinada esté esta última, más desarrollará la vista su predominante espacio óptico. Admitir, por ejemplo, que es posible dejar de ver al cerrar los ojos podría entenderse si no se tuviera en cuenta el funcionamiento de la visión hipnagógica de cineastas como Stan Brakhage, cualidad que él mismo define como intermediaria entre lo que se ve y lo que se siente pero, ¿cuándo se deja de tocar la propia mano? Esta cuestión remite fundamentalmente a la materia: el objeto es la piel que se posa en ella, tal y como afirma el filósofo fenomenológo francés Merleau-Ponty. Esta reversibilidad de los sentidos ver/tocar es un “quiasmo” que actúa de estructura intersensorial recubriendo el cuerpo de lo que él mismo define como “carne del mundo”. Esa piel, que es también la del fotomontaje surrealista de dos manos con un ojo en cada una en El metropolitano solitario (1932) de Herbert Bayer sirve de alegoría para la comprensión de “lo visible”, inmanente a la experiencia vívida de estos dos órganos. El espectador así “capta” la imagen físicamente con los ojos y simultáneamente “agarra” la idea que la imagen pretende transmitir, desvaneciendo los límites sensoriales entre ambos sentidos. 

"Unos piensan, otros actúan, dicen. Pero la verdadera condición del Hombre es pensar con sus manos."
Jean-Luc Godard, Histoire(s) du cinéma (1988)

“Cuando uno cualquiera de nosotros mira un objeto para adquirir conciencia de su forma, orienta sus ojos en coincidencia sobre tal objeto” decía José Val del Omar al respecto de este binomio sensorial, para más tarde apostillar: “Es el tacto el más elemental medio de información./ La más cierta noticia nos viene aplicando los dedos a la llaga./ Por el tacto, descubrimos al mundo palpable que nos circunda./ Una perfección del tacto es la vista./ Como una perfección de la vista es el radar/”. Estas primeras líneas del desarrollo estético del Palpicolor (1963) indagan en pulsiones místicas como las del episodio que llevó a Santo Tomás a tocar las heridas de Cristo, una sensación divina en la línea del “toque delicado” de su ciertamente admirado San Juan de la Cruz. Si en Aguaespejo granadino (1955) Val del Omar trataba de hacer visible lo invisible a través de los días, las noches o el ciclo del agua, condensando el tiempo y deteniéndolo en el instante del surtidor de La Alhambra a modo de escultura, por medio de la luz táctil o TáctilVision daría un paso más allá en el realismo, amplificando la mirada para “captar las huellas tomadas del natural y reproducirlas en la retina del espectador por contacto”. Como el Ojo de la providencia que se acerca entre los planos del tercer elemental Acariño galaico (1961/1981-82/1995). A través del objetivo anamórfico de ángulo variable, los nervios de la bóveda desde la que “todo lo ve” parecen desplegarse en forma de extremidades prénsiles hasta el reino terrenal de la criatura, igual que Dios al descender del cielo para modelar del barro al primer hombre con sus manos. Esos dedos divinos emparentados con el egipcio ojo-sol, vistos como ondas proyectadas por el cinematógrafo, son portadoras de la huella de los objetos previamente palpados –dando la impresión de que los volúmenes tienden a salir de la pantalla– y siguiendo un rastro que se deja ver también en Fuego en Castilla (1960) durante la procesión de la Verónica, con las manos de las imágenes del paso procesional elevándose hacia cielo, veneradas reliquias cobrando vida junto a las figuras del Museo de Arte Religioso de Valladolid, proyectadas con diferentes haces de iluminación “pulsatoria” como si de pantallas se trataran, lienzos reveladores de otro santo sudario: el de la emulsión fotosensible de la propia película. Aquí la mano fragmentada [de Dios], escindida del cuerpo muestra al mismo tiempo la muerte, aludiendo a aspectos trascendentales que competen a los últimos días de Cristo en la Tierra, crucificado y clamando al Padre en su agonía. Pero exenta de sus funciones vicarias, la carga expresiva de esta misma anuncia lo caduco y pasajero de la vida humana, desvelando con ello imágenes normalmente ocultas y siempre evitadas que desafían los límites de la mirada. 
Aunque la preocupación en torno al mundo natural sería el foco fundamental de Stan Brakhage –desde lo primario y las emociones hacia lo sagrado y el cosmos–, durante los años setenta registrará otras realidades cercanas que lo desplazarán del ámbito familiar como ruptura a un excesivo introspectivismo a otro tipo de instituciones, en este caso gubernamentales de la ciudad de Pittsburgh (EE.UU). Una de ellas será el depósito de cadáveres de The Act of Seeing with One’s Own Eyes (1971), donde los cuerpos y el vaciado de sus órganos aparecen sin tapujos mediante un duro realismo documental. Esta cámara-ojo capta lo espeluznante y monstruoso del primer plano, nada en concreto (la Muerte), todo en particular (un pie, un torso, un cerebro), manipulando como el forense y en silencio el interior del cuerpo, sin ningún sonido sincrónico que altere la imagen, en un todo para el “ver” como en Vertov, con el instrumental quirúrgico más preciso que no es sino la extensión de otro Ser actuando de cine-bisturí, seccionando el significado de la película, de la autopsia y del propio mecanismo cinematográfico: el acto de ver con los propios ojos [de uno]. La agresividad en psicoanálisis (1948) de Jacques Lacan resuelve esa sensación de fragmentación manifiesta en las imágenes como un “estallido del cuerpo” que acosa al imaginario humano. Las manos aisladas de los difuntos conservan diferentes gestos que adquieren una belleza turbadora, llenando toda la imagen pero preservando el enigma; desde la que aparece envuelta por un plástico y que atendiendo a su predecesora valdelomariana podría moverse en cualquier momento, a otra que evoca la escena de La creación de Adán (1512) con la que se invoca esa anteriormente pretendida ilusión de movimiento inducida por la cámara. Todas ellas son partes insensibles y desprendidas de cualquier habilidad, sin posibilidad de funcionamiento; ya no volverán a agarrar ni a tocar. Pero esta Muerte fragmentada no es la única capaz de paralizarlo todo, ya que el reposo, sin ser eterno, puede ser consecuencia de un determinado movimiento o, en el caso de El Hombre de la Cámara (1929), síntoma del despertar de una gran ciudad. Como la mano inerte detrás de un escaparate en contraste con la circulación de transeúntes, o la mujer del primer acto que yace plácida en su cama sin querer despertar, una identidad femenina que genera expectación precisamente porque es mostrada a través de algunas de las partes que la componen: un brazo, un fragmento del torso, otro de su rostro o una de sus manos. Ella es la representación de esa gran urbe que descansa esperando a ponerse "en pie", recreándose en su quietud, mientras se intercalan porciones de calles vacías, fábricas y locales cerrados. Deleuze arroja luz sobre la diferencia entre el dispositivo del cine (suma de imágenes fijas o cortes inmóviles) y lo que este entrega (imágenes a las que se le añade un movimiento), es decir una “imagen-movimiento”. Así se entiende que todos estos fotogramas que en principio están carentes de vida, empiecen a moverse como metáfora de esta ciudad, gracias a la ilusión del cinematógrafo. Así las maquinas van acelerándose y el camarógrafo mueve su manivela a gran velocidad, registrando las acciones en un movimiento circular rotativo que asocia el movimiento de la mano al de las ruedas mecánicas de todo un aparato industrial.
Los mecanismos de la visión y del tacto parecen confluir así en la detección de lo circundante, analizando las percepciones que median en dicho acto y descubriendo la intervención instintiva de este último como la más certera impresión que se tiene del objeto. Es lo que hace el niño cuando quiere coger algo por primera vez y no conoce; o el ciego, al tratar de recomponerlo en su mente, una intuición que puede sentirse a través del emblemático prólogo de Persona (Ingmar Bergman, 1966). A caballo entre el sueño y la vigilia, un infante delante de la cámara/pantalla –con los rostros mimetizados en primer plano de Bibi Andersson y Liv Ullmann–, toca con su mano lo que no puede llegar a discernir por estar desenfocado y que, poco a poco, irá dibujando en su memoria, representada por medio de la propia película en lo que parecen ser las imágenes de un recuerdo borroso. De nuevo Lacan, hace referencia a la “fase del espejo” (El estadio del espejo como formador de la función del yo, 1935-36) como una discordia similar que confirma el prematuro nacimiento del hombre inteligente al capacitarlo por primera vez para percibirse. Esta dualidad traspasada por Orphée (Jean Cocteau, 1950) (Fig. 14) mediante una superficie tan cinematográfica como el espejo, no tanto por su capacidad de reflejar [una imagen], sino por evidenciar cómo la acción coordinada de ambos sentidos produce efectos contradictorios –aún más si cabe tratándose de “llaves” que conducen a otro orden de realidad–. Por eso aunque Orfeo primero se muestra seguro suponiendo el estado “sólido” del cristal, sus manos lo acaban refutando cuando asiste a la fusión especular consigo mismo, en una nueva capacidad adquirida a través de unos guantes “paranormales” que anulan precisamente cualquier sensación humana. La relación entre la percepción táctil y visual a este respecto se reconfigura a través del concepto de "vista háptica", del griego aptô (tocar) con el que Deleuze deduce una visión compuesta de sensación y atracción intrínseca del ojo y el tacto, una "posibilidad de la mirada" distinta a la óptica. Pero los espejos pueden tener a parte de la ontológica, una función psicológica: la mano en M (Fritz Lang, 1931) representa al mismo tiempo el instrumento del asesino de niñas y el que restituye el orden, evidenciando al agresor con la famosa letra estampada en su espalda y que al reflejarse en el espejo visibiliza “lo oculto” de cara al resto de la sociedad. Pero de vuelta a Orfeo, el poeta decide cruzar hacia aquello sobrenatural haciéndolo con las manos por delante, como si los ojos del visionario se hubiesen reubicado hasta tomar la forma de un "metropolitano solitario" expectante por descubrir otro mundo. Es en ese lado contrario y desconocido del espejo –que el director francés conoce y continuará explorando a partir de entonces–, donde parece también residir el imaginario de la artista estadounidense Maya Deren, generadora de visiones perturbadoras del inconsciente como la coreográfica Ritual in Transfigured Time (1946). Durante el inicio la mano de Rita Christiani anticipa su mirada sonámbula, arrebatada de este mundo. El desvelado espectador es el que vislumbra primero lo que va avanzando en su recorrido, siendo el cuerpo de la propia actriz el que asume el papel de aparato cinematográfico. Así consigue que el ojo interno medite libre, investigando otras posibilidades en la mente por medio de la integración de la cámara y la mano. En este clímax poético-corporal, un cineasta coetáneo como Willard Maas invocará dicho motivo llevándolo a su máxima expresión con el cortometraje Geography of the Body (1943), donde el cuerpo humano, prácticamente inmóvil, aparece fragmentado y ampliado por medio de unas gafas de aumento pegadas al objetivo, en una catarsis desde la que el poeta George Baker recita versos surrealistas. La óptica de la manejable cámara de 16mm tiene ahora las funciones del órgano visual más poderoso; planos detalle acercándose hasta hacer contacto con la piel descubren un paisaje carnal ambiguo e inhóspito en el que los movimientos y ángulos cinematográficos son a la vez los de una mano acariciando todo el conjunto erógeno. La cámara en mano (o cámara-mano por hacer un símil con el homólogo cine-ojo de Vertov) sirve en parte para transmitir un medio de exploración fascinante, que se extiende hacia el espectador a través de los ojos del cineasta, identificándose con él pero remitiendo a su propia experiencia. A su vez, algunos planos son muy inestables, incluso confusos, en una especie de parpadeo donde las imágenes palpitan en la retina, llamando la atención el hecho de que el acto de ver/tocar la película tenga algo de voyeur (mirón) y por qué no, también de tocón, sobre todo cuando [la mano] está en contacto con la carne. Una especie de “tocar” interminable que se presta a las cualidades rítmicas del filme, con el cuerpo humano como “piel” que recubre un terreno visto por primera vez, como con esos ojos “no instruidos” a los que pretendían asomarse Brakhage o Val del Omar. Hasta aquí, el contacto cinematográfico se habría dado entre una superficie/objeto y la mano, por eso la intimidad carnal entre dos sujetos –o entre la película y el espectador– puede ejemplificarse también a partir del deseo sexual, con la relación establecida, por ejemplo, de los amantes de Hiroshima, mon amour (Alan Resnais, 1959). El tiempo indeterminado que separa, por una parte el lanzamiento de la bomba y la barbarie acontecida tras ella, al encuentro erótico de esta historia se condensa en dos cuerpos desnudos, fundidos en ceniza como sinécdoque de la propia ciudad destruida, donde una mano femenina señala diferentes zonas en la espalda de él, a modo de mapa, mientras dialogan: “Él: Tú no has visto nada en Hiroshima, nada./ Ella: Lo he visto todo, todo”. La vista deja lugar al tacto para explicar lo inefable de la colisión entre un neutrón y un núcleo de uranio, provocando la fisión de dos fragmentos. Así la materia sólida se licua, primero en polvo y brillantes partículas radioactivas y más tarde en cuerpos de piedra transformados en pura piel sudorosa. Al centrarse en texturas, temperaturas y superficies, la mirada y la mano imaginaria del espectador percibe(n) la incandescencia a la que está sometida la pareja, ya sea por relajación, o por el contrario como tensión entre dos cuerpos que no pueden tocarse, en este caso con los dos protagonistas homónimos de David & Lisa (Frank Perry, 1962). Finalmente, el tacto aquí viene representado por medio de un objeto que ilustra dos manos entrelazadas como recurso de la aprensión a la aprehensión, puesto que David aunque lo mira, será incapaz de tomarlo. No será hasta el final de la película cuando a modo de leit motiv regrese esta misma imagen haciendo realidad el problema discursivo de partida. De esta forma, el recorrido a través del contacto frustrado, junto a la percepción visual y táctil o la disolución del cuerpo en puro tacto y otras intersecciones metafóricas forman una constelación esencial de motivos visuales para entender los procesos que entran en juego al desprender el órgano visual en pos del esencial tacto cuando ya la vista no es suficiente.

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