15 de agosto de 2015

alicia en el país de švankmajer

Kristýna Kohoutová alucinada de la Alicia de Jan Švankmajer (Něco z Alenky, 1988)
"Para ver, cierra los ojos"
Jan Švankmajer (1938) es seguramente cada vez menos hermético. Este artífice del surrealismo, poeta y escultor de imágenes, dirige una fábula que evoca a la delirante Alicia del escritor Lewis Carroll, asimilada hoy en día por el imaginario colectivo, en una versión que tiene a la heroína perfecta para acabar de descubrirlo. Nada más empezar Alice (Něco z Alenky, 1988), el propio director en boca de la niña esboza lo que viene a ser un mantra en su filmografía, aquello de que “para ver [la película] debes hacerlo con los ojos cerrados”, un mecanismo ilusorio aparentemente complejo si se quiere mantener la atención del espectador. Para ello nada mejor que la personificación de un ensueño, donde la figura de Alicia [nosotros] traspase los límites del conocimiento en pos de un conejo blanco. ¿Y cómo contar el cuento otra vez sin caer en el demasiado manido agujero de madriguera? Pues lanzándose literalmente al vacío; articulando todo este universo susceptible de transformación plástica a través de una mínima narración en off y el nada fácil manejo de la animación stop motion. El resultado no puede ser más perturbador. Porque si esta película está hecha de algo, es de un material tan artesanal como alquímico. Nada luce como nuevo o es digno de admirar por su belleza apolínea. Ni falta que le hace. El laberinto en el que nos encontramos es baldío y lúgubre a diferencia del vivaz y florido terreno de la tradición literaria. Hay que mirar más allá. Alicia lo hace y en ese mismo momento comienza a “ver”. Del material sobrante del taller de un artesano taxidermista comienza a brotar vida: piedras, huesos, madera y utillaje herrumbroso desatan un sueño, la transformación hacia su viaje iniciático. A partir de aquí, el cajón de una mesa cuyo tirador no sirve se convierte en acceso directo hacia ese contenedor de las Maravillas. Huecos y recovecos que abren puertas a una temeraria curiosidad. No es de extrañar que la actriz Kristýna Kohoutová, que da vida a la Alicia más indomable y afín al personaje real de Alice Liddell, sea la única pieza que se mueve por sí misma, humánamente. La mínima expresión es fundamental para contar esta historia. Así lo hace el artista checo Švankmajer, de tradición socialista, despojándose de abigarrados vestidos y efectos visuales para agarrarse a su propia morralla, donde lo pueril entronca con lo adulto hasta desdibujarse por completo. Así el espectador no es más que otro elemento capaz de perder, además de la cabeza su inocencia. Y encantado de que así sea.

9 de julio de 2015

la mirada revelada (1ª parte)

Visiones del tacto a través del pensamiento plástico de Stan Brackhage
La primacía de la visión en la sociedad occidental viene respaldada con casos como el de la lengua inglesa y sus más de diez acepciones diferentes de «mirada»: del vistazo superficial/glance al examen más riguroso/gaze. Desde que los ojos dejaran de ser un mero receptor pasivo de luz y color y se expandieran por los límites de la experiencia sensorial –ya que no solo pueden ver sino que pueden verse a sí mismos viendo–, el contacto físico y directo con la realidad ponderaría sus implicaciones en el entorno. Curiosamente el bipedismo y la visión estereoscópica “caminaron de la mano” en la evolución del ser humano y, junto al primer estadio de vida en el que el tacto parece ser más funcional que su homólogo óptico, el primero partiría de factores sinestésicos como parte de su desarrollo cognitivo respecto a los objetos de agarre, una permeabilidad del que el lenguaje también aprehendería. En el terreno cinematográfico, durante décadas y antes de la llegada de las lámparas modernas de descarga y alta intensidad, la proyección tradicional en 35mm de las salas se inducía a través del contacto, mediante un arco voltaico entre dos carbones que hacía surgir la luz para producir el efecto de reproducción óptica. 
El verbo revelar viene a descubrir o manifestar aquello ignorado u oculto, visibilizando en términos fotográficos la imagen latente de un soporte fílmico. A su vez, el negativo sujeto a un exceso de luz puede velarse y verse impedido de esta misma claridad, borrando y dejando “ciega” la anterior impresión sensible. Pero además, esta revelación tiene un marcado manifiesto místico, visionario, que especula y se contempla a sí mismo a través del ojo mecánico de la cámara, agudizando la óptica humana y conectándola con una segunda mirada, su otro foco: la visión de la mente. Esta ambivalencia léxica, a través de una iconografía seminal del ojo en el cine experimental, traza un “arco” sinóptico –y no cuadro, por no crear una expresión visual externa– que parte de los surrealistas y su observación mimética del inconsciente para tensar el hilo que los atraviesa y recorrer el potencial cinematográfico de otras imágenes pregnantes: desde el ojo y la lente superpuesta en El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929), pasando por las metafóricas “cuencas vacías” de Aguaespejo Granadino (José Val del Omar, 1955) a la sobreimpresión de la mirada reencarnada en celuloide de Song 1 (Stan Brakhage, 1964), generadoras todas ellas de nuevas percepciones subjetivas. Ese mismo orificio de la cámara oscura que condujo al desarrollo de la fotografía y al registro, proyección e interpretación “vivaz” de fotogramas es, como la pupila, el aparato de procesamiento ilusorio que se vale de luz, tiempo y movimiento para traspasar la cavidad intermedia –cristalino (lente/objetivo), iris (diafragma), párpado (obturador)– y proyectarse de forma invertida finalmente en la retina (película). Igual que la pantalla cóncava a modo de retina colectiva ideada por José Val del Omar en esa sala entendida como el interior de un gran globo ocular, ¿qué puede ser el cine sino una visión amplificada hacia el ojo del espectador? Walter Benjamin llama “inconsciente óptico” en Pequeña historia de la fotografía (1931), precisamente a todo aquello capaz de revelar lo que no es accesible al ojo humano y puede, por otra parte, ser captado por la cámara. Para entender pues el inagotable proceso de ver se requiere la “disección” del órgano fisiológico exterior en pos de una visión interna que, gracias a la consabida ceguera transitoria del acto intrusivo, ilustre y evidencie toda esta experiencia desvelando la importancia capital de la imaginación visual. 
Dziga Vertov, el hombre que mira
En términos bélicos –pero también artísticos–, esa misma vanguardia “adelantada” y adaptada a movimientos como el cine durante la primera mitad del siglo XX fraguaría con la forma exploratoria del speculator romano que, como el surrealismo, ofrecía modos de ver diferentes a los de la experiencia “normal” de la época. Esta corriente basaba sus principios en la primacía de la cámara frente a la visión humana , como en el caso de Emak-Bakia (Man Ray, 1927), donde el ojo superpuesto del artista aparece cercado por un objetivo. Otro cineasta coetáneo como Dziga Vertov (1896-1954), dentro del colectivo soviético de vanguardia Kinoks (del ruso kino-oki, cine-ojos) y entusiasmado por las nuevas posibilidades del medio, apelaría a este “ojo mecánico” para dirigir Chelovek s kino-apparatom (El hombre de la cámara, 1929), situando de forma similar el ojo del cameraman “dentro” de la lente. A expensas de lo que acabara revelando la máquina, las dos imágenes de Man Ray y Vertov colocan la mirada del artista dirigida hacia la cámara –en ambos fotogramas los únicos “ojos” que miran a ella son las ópticas–. Estos dos autoretratos no ponen al aparato en el lugar central que debería ocupar el director, sino que proponen la forma por la que el mecanismo se relaciona con sus miradas y, además, de cómo ambas penetran a través de/en su lugar. Así se entiende que estas se emancipen, trasciendan más allá de las funciones biológicas del ojo humano y se amplíen a través de un nuevo órgano exosomático. 
Lo "jamais vu" al que apela André Breton en la historia de L’amour fou (1937) es el redescubrimiento del ojo inocente contrario a la visión corrupta de la vida cotidiana. En ese caso, los surrealistas desafiaban radicalmente las convenciones visuales con la esperanza de restaurar la mirada prelapsaria –defendida por románticos del siglo XIX como John Ruskin–, con la que volver así a capturar el asombro innato de la infancia. Georges Bataille da un paso más allá y remarca la remoción quirúrgica del ojo en su Histoire de l'œil (1928), con la que pretende separar la vista del cuerpo, una intención cardinal mucho más violenta que aparecerá explícitamente en T,O,U,C,H,I,N,G (Paul Sharits, 1968), cegando el ojo de la realidad en busca de aquel que mire más allá, tocándolo y continuando la premisa de las dos primeras secuencias. Un hecho que experimentó el propio autor francés respecto al visionado de la escena del ojo rasgado de Un chien andalou (Luis Buñuel, 1928). Precedida por la figuración de una delgada nube que cruza por delante de la luna, el corte se hace abrupto con la lenta intromisión del filo de una navaja en el globo ocular de la mujer, deliberado, sin ofrecer resistencia y que, por montaje, viene sustituido por el de una vaca muerta. Abierto a multitud de interpretaciones, este símbolo indudable de ruptura visual y erotismo fascinó a Bataille en tanto creador de ficciones parafílicas, llegando a asociar el ojo con la rasgadura, como víctima y lacerante verdugo al mismo tiempo. La castración aquí es la antesala de la ceguera, de la misma forma que el hilo de Max Ernst en Au Sans Pareil altera la visión del artista en el momento de creación, que sirve además para desprenderse de todo aquello que lo constriñe. Como el pintor surrealista Victor Brauner y su obra que desde que se autorretratara con un ojo cercenado adquiriría un carácter más introspectivo, potenciada por el nacimiento del ojo mental, cabe ocupar ahora el puesto del globo ocular que escapa del artista tras automutilárselo en la película norteamericana The Cage (Sidney Peterson, 1947). La ceguera aún no ha llegado y la perspectiva de un esquizofrénico protagonista, junto a las de su álter ego, la novia, un doctor y la trastocada del ojo deambulante (filmada con una lente anamórfica) se alternan. Este último acaba rodando por toda la ciudad; en la boca de un hombre dormido; atrapado en una fregona y hasta debajo de un caracol que se arrastra sobre él, recorriéndolo igualmente como la navaja de Buñuel, donde terror y humor se fusionan al más puro estilo del maestro surrealista. Retomando de nuevo a Bataille desde otro concepto, el del “ojo pineal” –referido a la glándula cartesiana del cerebro donde se creía que residía el alma–, y en contraposición a sus homónimos frontales, el primero se abriría anhelando salir de su reclusión. Las imágenes distorsionadas del filme representarían la visión de este ojo liberado, vertical, como su periplo subiendo y bajando obstáculos por toda la ciudad, desde el estudio del artista (arriba) hacia la calle (abajo) y todo, en contraposición a la vista normal de sus perseguidores: horizontal, anclada en el estatus animal y vestigial de la humanidad. 
Aguaespejo granadino (1955)
A partir de este agravio llega la invidencia, y las órbitas huecas del burro putrefacto sobre el piano, o las de los dos enamorados del último plano en Un chien andalou anuncian un “ver más allá” sujeto a la fascinación y al poder de la imagen. Si se debe o no a la ceguera del voyeur por miedo a pecar y resultar luego castigado, vuelve de nuevo a ser el filtro de la cámara el único camino para espiar y lograr ser expiado. Si Buñuel demostró que el cine no solo “miraba” hacia fuera sino que cegando el ojo de la realidad podía proponer una mirada invertida, la figura del visionario jugará a partir de ahora un papel fundamental, representado desde la Antigüedad de muy diversas formas, casi todas desde el terreno profano: el adivino, oráculo o sacerdote como la personificación de la castración visual producida por la exposición directa (cara a cara) con la deidad. Esta ceguera del vidente –del que realmente ve–, tiene uno de los ejemplos más conocidos en Tiresias de Tebas que, investido en lo sobrenatural, prescindía de la visión orgánica para revelar acontecimientos generalmente futuros. En el terreno sagrado también, la conversión de San Pablo vendría precedida por unos ojos sacrificados a la luz y que al ser velados recuperarían la visión, pues ese nuevo “ver” supondría la aniquilación de todo lo visto anteriormente. Cuando el cinemista José Val del Omar (1904-1982) termina al final de Fuego en Castilla (1960) con la frase: “La muerte es solo una palabra que se queda atrás cuando se ama. El que ama arde y el que arde vuela a la velocidad de la luz, porque amar es ser lo que se ama”, aparte de las claras referencias a San Pablo, para el granadino, fascinado además por la figura de otro místico como San Juan de la Cruz, prende aquí la visión interior –o ceguera reveladora–, inducida a través de las máquinas y denominada por él mismo "Mecamística". El espectador de sus cinegrafías es como un sujeto pasivo y especie de “criatura ciega” al que tiene la necesidad imperiosa de exhortar “a ver” en forma de alegorías y trucajes ópticos. De ahí que soliera concluir sus obras con el característico "Sin fin" en lugar del clásico "Fin", en pos de una experimentación del cine que ampliara las fronteras de la sensación óptica. Así también en otro de sus elementales de España, Aguaespejo Granadino (1955), tras la frase “¡ciegas… qué ciegas… pero qué ciegas son las criaturas que se apoyan en el suelo…!” aparecen dos grutas que recuerdan a los espacios negros dejados por unos ojos heridos, desde donde sale, poco a poco, alguien al que parece molestarle la luz del sol. Esta escena recuerda al prisionero que logra salir de la caverna y de sus sombras proyectadas por la llama del fuego en el mito de Platón, confiriendo a la experiencia de palpación la capacidad de remover los resortes más íntimos de lo humano, conectándola, a la materialidad perceptiva de la que se nutrían sus imágenes de iluminación “pulsatoria”, inscritas en multitud de experiencias sinestésicas. La nueva visión tridimensional o “supernatural visión” estaba provocada por la luz palpitante del fuego mecamístico, como la Llama de amor viva del religioso renacentista español, una “lámpara de fuego” que quemaba las retinas de los espectadores y les alumbraba la visión. Desde una posición diferente a la de Bataille y los surrealistas, Maurice Merleau-Ponty con su Fenomenología de la percepción (1945) lleva a cabo una interrogación inquisitiva de lo visual, en la que el tacto restaura la proximidad y el estado primordial de la mirada, describiendo al ciego y su bastón como una muestra de habilidad y proyección en el mundo, muy próxima al planteamiento valdelomariano que se dirige al que no ve y a su entusiasmo por la vida originaria, donde el bello baile del agua de La Alhambra y los lugares más agrestes de Granada son celebrados con un ánimo primario, dactilar y fundamental de su experiencia visual. Al igual que Vertov, Val del Omar trata de documentar lo invisible, lo que persiste en las entrañas de lo cotidiano para construir un arte que revelara la realidad imperceptible al ojo humano. 
Se llega así al punto extremo de la visión producida por el ocaso de las imágenes en esas mismas tinieblas donde se forma la ceguera del que ve. En el lugar donde las visiones se disuelven y al desaparecer destellean, tiene lugar para Stan Brakhage la fase transitoria del invidente de Reflections on Black (1955), materializadas como borrones parpadeantes a modo de raspaduras realizadas por el propio director en la superficie del celuloide, fotograma a fotograma, percibidas tanto en modo subjetivo como “desde fuera” del plano ocular del protagonista, dispuestas en el preciso lugar que ocupan sus dos ojos abiertos. Aquí lo manual e incisivo castra la mirada cubriendo sus órganos aniquilados sin dejar otra huella de sus pasos que el vacío a través de una nueva lírica visual que se suma a la del desenfoque óptico e intersticial de la lente, en un proceso que juega el papel aclaratorio de preparar al iniciado para recuperar la visión. Hasta este momento la vista del artista y la del visionario suponen esa habilidad incrementada del acto de ver, una exploración de imágenes cinematográficas que llega a su sentido más interno con el “ojo metafórico” al que Maya Deren apela en Cinema as an Art Form (1946) y al que el norteamericano Stan Brakhage (1933-2003) acudiría con su conjunto heterogéneo de películas experimentales de corte artesanal, en 8 y 16mm, que iban de la épica mitológica al lirismo autobiográfico y en las que emplearía técnicas de cámara en mano, montaje acelerado, sobreimpresiones, collages, abstracciones e intervenciones directas sobre el propio celuloide. Pero aparte de la monumentalidad de este corpus y las publicaciones teóricas como corolario del propio director, la referencia poética ineludible de su forma de ver el cine se entendería fundamentalmente a través de la luz, con la que él mismo, su familia y la naturaleza interactuaban. Esta lírica exploratoria de autoconocimiento ascético se abre paso por una suerte de monólogo interior que el propio Brakhage hace fluir a través del espectador en forma de alegorías de su propia visión, deliberadamente mudas, donde la narración se fragmenta hasta quedar vinculada a su particular pensamiento plástico. El lirismo fílmico de Stan Brakhage, precedido por la vertiente del psicodrama, lo postula precisamente en esa misma posición, detrás de la cámara y como protagonista de la toma. Dentro de su serie Songs, películas hogareñas y de viaje, en el epílogo de la primera de todas, Song I (1964), aparece un ojo enucleado e interpuesto que remarca durante unos segundos a una mujer recostada. El retrato registrado pertenece a lo que el ve, en una mirada que participa, observa y al mismo tiempo se revela ante el espectador para que este sea el que note la presencia y reacción a la propia visión del director. Esa inseparable forma de ver y filmar vuelve la vista atrás a la representación ocular de Vertov y Man Ray “dentro” de la lente, aunque para Brakhage simbolice más la materialización del ojo humano como descubridor de los límites de su herramienta –cámara de 8mm / superficie de la película– que como propiamente “ojo mecánico”. 
Es en la génesis del séptimo arte cuando los hermanos Auguste y Louis Lumière ocupaban el enfoque del cine observacional, donde Brakhage sitúa la función del artista para volver a hacer ver al que cree erróneamente hacerlo, es decir, desde nuevas perspectivas ópticas y restituyendo el estado natural de la mirada a través de una “aventura de la percepción”. Asimismo, pero en el lado opuesto y por citar a otro pionero, el cine de Georges Méliès basado en el trucaje y el “engaño” de los sentidos, con el que el norteamericano, dejando de lado la concepción de cámara como instrumento predecible, también se valdría de su savoir-faire para resaltar los elementos que conforman el acto perceptivo en sí, con cierto aire “fantástico” por el hecho de plasmar los procesos “intangibles” e internos de la visión, evocando los postulados del “ojo inocente” de John Ruskin o la “visión hipnagógica” a ojos cerrados, esta última como intermediaria entre lo que se ve y lo que se siente. El particular documentalismo revisitado de Brakhage se nutre entonces de sendos precursores al entender que la verdadera captación de la realidad se logra no a través de la no-manipulación, sino precisamente mediante ella. Identificada pues la intensidad de este contacto con los elementos gráficos y sensoriales, Brakhage logra abstraer la “materialidad” visual y desnudarla hasta alcanzar su esencia significativa, física y emocional, en pos de aquellas imágenes no vistas y latentes todavía en el ojo de la mente humana: pintando, rayando o interponiendo elementos directamente sobre la película con los que acabar rebasando los límites del fotograma y del propio mecanismo fílmico. Como la sensación al cerrar los ojos en cualquier lugar iluminado, que provoca una experiencia reconocible, donde se mantiene la impresión de las siluetas de aquellos objetos acabados de ver, palpados, poco a poco desvanecidas conforme el ojo se mantiene cerrado. El Oxford English Dictionary relaciona en este sentido la acepción inglesa de perception –derivada originalmente del latín perceptio–, como una unión del ojo y la mente: “sensuous or mental apprehension, perception, intelligence, knowledge”, un todo corpóreo. En este aspecto, la obra de Val del Omar, Vertov y Brakhage es profundamente táctil, provocada por la vertiginosidad del montaje, de cuya percepción se sustrae una independencia del lenguaje que cuestiona precisamente esta cualidad, poniéndola en relación a los hechos del mundo, a la idea del cine y a otras cuestiones del ámbito autobiográfico de sus autores, mirando a aquello que los conforma, el celuloide, reflejado en el principio filosófico de la admiración (thaumazein) y el conocimiento de la realidad a través de los sentidos.
Si el cine puede entenderse como la proyección de una visión hacia el ojo del espectador, quien ejerce a su vez una mirada sobre algo previamente “mirado”, el ensayo The act of seeing (El acto de ver) quiere volver la vista atrás hacia las películas escogidas, unos hechos pasados de los que nos separan entre 40 y 90 años y que, en general, sus protagonistas ya no pueden ver sino tan solo ser contemplados por otros y desde fuera de “sus propios ojos".



The act of seeing
© Miguel Casanova (2015)

7 de julio de 2015

revelando el tacto (2ª parte)

El (t)acto de ver de Stan Brakhage
Para describir la relación entre el ojo y la mano no basta con decir que uno juzga y la otra ejecuta, ya que cuanto más subordinada esté esta última, más desarrollará la vista su predominante espacio óptico. Admitir, por ejemplo, que es posible dejar de ver al cerrar los ojos podría entenderse si no se tuviera en cuenta el funcionamiento de la visión hipnagógica de cineastas como Stan Brakhage, cualidad que él mismo define como intermediaria entre lo que se ve y lo que se siente pero, ¿cuándo se deja de tocar la propia mano? Esta cuestión remite fundamentalmente a la materia: el objeto es la piel que se posa en ella, tal y como afirma el filósofo fenomenológo francés Merleau-Ponty. Esta reversibilidad de los sentidos ver/tocar es un “quiasmo” que actúa de estructura intersensorial recubriendo el cuerpo de lo que él mismo define como “carne del mundo”. Esa piel, que es también la del fotomontaje surrealista de dos manos con un ojo en cada una en El metropolitano solitario (1932) de Herbert Bayer sirve de alegoría para la comprensión de “lo visible”, inmanente a la experiencia vívida de estos dos órganos. El espectador así “capta” la imagen físicamente con los ojos y simultáneamente “agarra” la idea que la imagen pretende transmitir, desvaneciendo los límites sensoriales entre ambos sentidos. 

"Unos piensan, otros actúan, dicen. Pero la verdadera condición del Hombre es pensar con sus manos."
Jean-Luc Godard, Histoire(s) du cinéma (1988)

“Cuando uno cualquiera de nosotros mira un objeto para adquirir conciencia de su forma, orienta sus ojos en coincidencia sobre tal objeto” decía José Val del Omar al respecto de este binomio sensorial, para más tarde apostillar: “Es el tacto el más elemental medio de información./ La más cierta noticia nos viene aplicando los dedos a la llaga./ Por el tacto, descubrimos al mundo palpable que nos circunda./ Una perfección del tacto es la vista./ Como una perfección de la vista es el radar/”. Estas primeras líneas del desarrollo estético del Palpicolor (1963) indagan en pulsiones místicas como las del episodio que llevó a Santo Tomás a tocar las heridas de Cristo, una sensación divina en la línea del “toque delicado” de su ciertamente admirado San Juan de la Cruz. Si en Aguaespejo granadino (1955) Val del Omar trataba de hacer visible lo invisible a través de los días, las noches o el ciclo del agua, condensando el tiempo y deteniéndolo en el instante del surtidor de La Alhambra a modo de escultura, por medio de la luz táctil o TáctilVision daría un paso más allá en el realismo, amplificando la mirada para “captar las huellas tomadas del natural y reproducirlas en la retina del espectador por contacto”. Como el Ojo de la providencia que se acerca entre los planos del tercer elemental Acariño galaico (1961/1981-82/1995). A través del objetivo anamórfico de ángulo variable, los nervios de la bóveda desde la que “todo lo ve” parecen desplegarse en forma de extremidades prénsiles hasta el reino terrenal de la criatura, igual que Dios al descender del cielo para modelar del barro al primer hombre con sus manos. Esos dedos divinos emparentados con el egipcio ojo-sol, vistos como ondas proyectadas por el cinematógrafo, son portadoras de la huella de los objetos previamente palpados –dando la impresión de que los volúmenes tienden a salir de la pantalla– y siguiendo un rastro que se deja ver también en Fuego en Castilla (1960) durante la procesión de la Verónica, con las manos de las imágenes del paso procesional elevándose hacia cielo, veneradas reliquias cobrando vida junto a las figuras del Museo de Arte Religioso de Valladolid, proyectadas con diferentes haces de iluminación “pulsatoria” como si de pantallas se trataran, lienzos reveladores de otro santo sudario: el de la emulsión fotosensible de la propia película. Aquí la mano fragmentada [de Dios], escindida del cuerpo muestra al mismo tiempo la muerte, aludiendo a aspectos trascendentales que competen a los últimos días de Cristo en la Tierra, crucificado y clamando al Padre en su agonía. Pero exenta de sus funciones vicarias, la carga expresiva de esta misma anuncia lo caduco y pasajero de la vida humana, desvelando con ello imágenes normalmente ocultas y siempre evitadas que desafían los límites de la mirada. 
Aunque la preocupación en torno al mundo natural sería el foco fundamental de Stan Brakhage –desde lo primario y las emociones hacia lo sagrado y el cosmos–, durante los años setenta registrará otras realidades cercanas que lo desplazarán del ámbito familiar como ruptura a un excesivo introspectivismo a otro tipo de instituciones, en este caso gubernamentales de la ciudad de Pittsburgh (EE.UU). Una de ellas será el depósito de cadáveres de The Act of Seeing with One’s Own Eyes (1971), donde los cuerpos y el vaciado de sus órganos aparecen sin tapujos mediante un duro realismo documental. Esta cámara-ojo capta lo espeluznante y monstruoso del primer plano, nada en concreto (la Muerte), todo en particular (un pie, un torso, un cerebro), manipulando como el forense y en silencio el interior del cuerpo, sin ningún sonido sincrónico que altere la imagen, en un todo para el “ver” como en Vertov, con el instrumental quirúrgico más preciso que no es sino la extensión de otro Ser actuando de cine-bisturí, seccionando el significado de la película, de la autopsia y del propio mecanismo cinematográfico: el acto de ver con los propios ojos [de uno]. La agresividad en psicoanálisis (1948) de Jacques Lacan resuelve esa sensación de fragmentación manifiesta en las imágenes como un “estallido del cuerpo” que acosa al imaginario humano. Las manos aisladas de los difuntos conservan diferentes gestos que adquieren una belleza turbadora, llenando toda la imagen pero preservando el enigma; desde la que aparece envuelta por un plástico y que atendiendo a su predecesora valdelomariana podría moverse en cualquier momento, a otra que evoca la escena de La creación de Adán (1512) con la que se invoca esa anteriormente pretendida ilusión de movimiento inducida por la cámara. Todas ellas son partes insensibles y desprendidas de cualquier habilidad, sin posibilidad de funcionamiento; ya no volverán a agarrar ni a tocar. Pero esta Muerte fragmentada no es la única capaz de paralizarlo todo, ya que el reposo, sin ser eterno, puede ser consecuencia de un determinado movimiento o, en el caso de El Hombre de la Cámara (1929), síntoma del despertar de una gran ciudad. Como la mano inerte detrás de un escaparate en contraste con la circulación de transeúntes, o la mujer del primer acto que yace plácida en su cama sin querer despertar, una identidad femenina que genera expectación precisamente porque es mostrada a través de algunas de las partes que la componen: un brazo, un fragmento del torso, otro de su rostro o una de sus manos. Ella es la representación de esa gran urbe que descansa esperando a ponerse "en pie", recreándose en su quietud, mientras se intercalan porciones de calles vacías, fábricas y locales cerrados. Deleuze arroja luz sobre la diferencia entre el dispositivo del cine (suma de imágenes fijas o cortes inmóviles) y lo que este entrega (imágenes a las que se le añade un movimiento), es decir una “imagen-movimiento”. Así se entiende que todos estos fotogramas que en principio están carentes de vida, empiecen a moverse como metáfora de esta ciudad, gracias a la ilusión del cinematógrafo. Así las maquinas van acelerándose y el camarógrafo mueve su manivela a gran velocidad, registrando las acciones en un movimiento circular rotativo que asocia el movimiento de la mano al de las ruedas mecánicas de todo un aparato industrial.
Los mecanismos de la visión y del tacto parecen confluir así en la detección de lo circundante, analizando las percepciones que median en dicho acto y descubriendo la intervención instintiva de este último como la más certera impresión que se tiene del objeto. Es lo que hace el niño cuando quiere coger algo por primera vez y no conoce; o el ciego, al tratar de recomponerlo en su mente, una intuición que puede sentirse a través del emblemático prólogo de Persona (Ingmar Bergman, 1966). A caballo entre el sueño y la vigilia, un infante delante de la cámara/pantalla –con los rostros mimetizados en primer plano de Bibi Andersson y Liv Ullmann–, toca con su mano lo que no puede llegar a discernir por estar desenfocado y que, poco a poco, irá dibujando en su memoria, representada por medio de la propia película en lo que parecen ser las imágenes de un recuerdo borroso. De nuevo Lacan, hace referencia a la “fase del espejo” (El estadio del espejo como formador de la función del yo, 1935-36) como una discordia similar que confirma el prematuro nacimiento del hombre inteligente al capacitarlo por primera vez para percibirse. Esta dualidad traspasada por Orphée (Jean Cocteau, 1950) (Fig. 14) mediante una superficie tan cinematográfica como el espejo, no tanto por su capacidad de reflejar [una imagen], sino por evidenciar cómo la acción coordinada de ambos sentidos produce efectos contradictorios –aún más si cabe tratándose de “llaves” que conducen a otro orden de realidad–. Por eso aunque Orfeo primero se muestra seguro suponiendo el estado “sólido” del cristal, sus manos lo acaban refutando cuando asiste a la fusión especular consigo mismo, en una nueva capacidad adquirida a través de unos guantes “paranormales” que anulan precisamente cualquier sensación humana. La relación entre la percepción táctil y visual a este respecto se reconfigura a través del concepto de "vista háptica", del griego aptô (tocar) con el que Deleuze deduce una visión compuesta de sensación y atracción intrínseca del ojo y el tacto, una "posibilidad de la mirada" distinta a la óptica. Pero los espejos pueden tener a parte de la ontológica, una función psicológica: la mano en M (Fritz Lang, 1931) representa al mismo tiempo el instrumento del asesino de niñas y el que restituye el orden, evidenciando al agresor con la famosa letra estampada en su espalda y que al reflejarse en el espejo visibiliza “lo oculto” de cara al resto de la sociedad. Pero de vuelta a Orfeo, el poeta decide cruzar hacia aquello sobrenatural haciéndolo con las manos por delante, como si los ojos del visionario se hubiesen reubicado hasta tomar la forma de un "metropolitano solitario" expectante por descubrir otro mundo. Es en ese lado contrario y desconocido del espejo –que el director francés conoce y continuará explorando a partir de entonces–, donde parece también residir el imaginario de la artista estadounidense Maya Deren, generadora de visiones perturbadoras del inconsciente como la coreográfica Ritual in Transfigured Time (1946). Durante el inicio la mano de Rita Christiani anticipa su mirada sonámbula, arrebatada de este mundo. El desvelado espectador es el que vislumbra primero lo que va avanzando en su recorrido, siendo el cuerpo de la propia actriz el que asume el papel de aparato cinematográfico. Así consigue que el ojo interno medite libre, investigando otras posibilidades en la mente por medio de la integración de la cámara y la mano. En este clímax poético-corporal, un cineasta coetáneo como Willard Maas invocará dicho motivo llevándolo a su máxima expresión con el cortometraje Geography of the Body (1943), donde el cuerpo humano, prácticamente inmóvil, aparece fragmentado y ampliado por medio de unas gafas de aumento pegadas al objetivo, en una catarsis desde la que el poeta George Baker recita versos surrealistas. La óptica de la manejable cámara de 16mm tiene ahora las funciones del órgano visual más poderoso; planos detalle acercándose hasta hacer contacto con la piel descubren un paisaje carnal ambiguo e inhóspito en el que los movimientos y ángulos cinematográficos son a la vez los de una mano acariciando todo el conjunto erógeno. La cámara en mano (o cámara-mano por hacer un símil con el homólogo cine-ojo de Vertov) sirve en parte para transmitir un medio de exploración fascinante, que se extiende hacia el espectador a través de los ojos del cineasta, identificándose con él pero remitiendo a su propia experiencia. A su vez, algunos planos son muy inestables, incluso confusos, en una especie de parpadeo donde las imágenes palpitan en la retina, llamando la atención el hecho de que el acto de ver/tocar la película tenga algo de voyeur (mirón) y por qué no, también de tocón, sobre todo cuando [la mano] está en contacto con la carne. Una especie de “tocar” interminable que se presta a las cualidades rítmicas del filme, con el cuerpo humano como “piel” que recubre un terreno visto por primera vez, como con esos ojos “no instruidos” a los que pretendían asomarse Brakhage o Val del Omar. Hasta aquí, el contacto cinematográfico se habría dado entre una superficie/objeto y la mano, por eso la intimidad carnal entre dos sujetos –o entre la película y el espectador– puede ejemplificarse también a partir del deseo sexual, con la relación establecida, por ejemplo, de los amantes de Hiroshima, mon amour (Alan Resnais, 1959). El tiempo indeterminado que separa, por una parte el lanzamiento de la bomba y la barbarie acontecida tras ella, al encuentro erótico de esta historia se condensa en dos cuerpos desnudos, fundidos en ceniza como sinécdoque de la propia ciudad destruida, donde una mano femenina señala diferentes zonas en la espalda de él, a modo de mapa, mientras dialogan: “Él: Tú no has visto nada en Hiroshima, nada./ Ella: Lo he visto todo, todo”. La vista deja lugar al tacto para explicar lo inefable de la colisión entre un neutrón y un núcleo de uranio, provocando la fisión de dos fragmentos. Así la materia sólida se licua, primero en polvo y brillantes partículas radioactivas y más tarde en cuerpos de piedra transformados en pura piel sudorosa. Al centrarse en texturas, temperaturas y superficies, la mirada y la mano imaginaria del espectador percibe(n) la incandescencia a la que está sometida la pareja, ya sea por relajación, o por el contrario como tensión entre dos cuerpos que no pueden tocarse, en este caso con los dos protagonistas homónimos de David & Lisa (Frank Perry, 1962). Finalmente, el tacto aquí viene representado por medio de un objeto que ilustra dos manos entrelazadas como recurso de la aprensión a la aprehensión, puesto que David aunque lo mira, será incapaz de tomarlo. No será hasta el final de la película cuando a modo de leit motiv regrese esta misma imagen haciendo realidad el problema discursivo de partida. De esta forma, el recorrido a través del contacto frustrado, junto a la percepción visual y táctil o la disolución del cuerpo en puro tacto y otras intersecciones metafóricas forman una constelación esencial de motivos visuales para entender los procesos que entran en juego al desprender el órgano visual en pos del esencial tacto cuando ya la vista no es suficiente.

28 de mayo de 2015

una vuelta al western (1ª parte)

Gary Bond a punto de marchar a ninguna parte en Wake in Fright (1971)
La inmensa mayoría podría identificar aspectos fundamentales del western a través de directores como John Ford y el tratamiento estético de Monument Valley en Centauros del desierto (The Searchers, 1956); o del héroe, en una figura capital como John Wayne, arquetipo del rudo y masculino cowboy. La principal razón es que dichas ficciones, nacidas casi a la par que el cine, se valieron de elementos épicos propios de la reciente historia estadounidense, como la refundación del territorio o la (re) construcción de su comunidad, asentada en el imaginario occidental a través de siglos de colonialismo y violencia con disputa de terreno de por medio, en este caso, uno adusto y vasto por explorar como el Oeste americano. Pero en su conquista, el género poco a poco se desgastaría, obligado a perpetuar unos iconos y a mantener la ubicación de un espacio y tiempo particulares. Así dejaría entrar planteamientos nuevos e “impuros” que luchaban directamente contra algunas de sus principales características, como el caso de Sergio Leone y sus irreverentes spaghetti western, desde el que los espectadores se distanciaban de los prototípicos personajes buenos y malos, ensombreciéndolos hasta alcanzar una etapa del todo crepuscular, eliminando diálogos y restando protagonismo a la lucha armada en pos de una nueva psicología del vaquero, incapaz siquiera de encontrarse a sí mismo, moribundo de una tradición cinematográfica que acabaría a principios de los setenta con The Beguiled (Don Siegel, 1971), pero sobre todo  el desolador dramatismo y la violencia inusitada de Sam Peckinpah. El desastre financiero de un bastión como la United Artists en la producción de la película dirigida por Michael Cimino La puerta del cielo (Heaven's Gate, 1980) no haría sino certificar el absoluto debilitamiento y su inviabilidad como producto comercial. De este modo y aunque en los años noventa la cinta Sin perdón (Unforgiven, 1992) –creada por otro representante y cara visible de la etapa final del género como Clint Eastwood–, firmara ya la esquela de un recuerdo, el de un pistolero retirado que perdía fuelle como el contexto que ya no acompañaba, este y otros revival posteriores supondrían más que el inicio de un nuevo período, el homenaje de la propia industria hacia un modelo cinematográfico ciertamente desfasado y lejano. A pesar de este falta actual de vigencia, el western prolonga sus mecanismos, mitos y formas en películas muy distanciadas en tiempo y contexto, deudoras de un mismo género que les permitió nacer, en este caso, descentralizando las llanuras de los Estados hacia los territorios interiores del país oceánico. La región del Outback donde transcurre la debacle autodestructiva de Wake in Fright (Ted Kotcheff, 1971) o la de esa Australia yerma de las tres primeras entregas de Mad Max (George Miller, 1979-1985) no dejan de ser sino los escenarios para una de las fórmulas americanas de las que se ha apropiado este nuevo cine de las antípodas: el road movie . Y es que desde su consolidación como género independiente, estas películas de carretera tendrán en el western su principal referente, a partir de cintas como La diligencia (John Ford, 1939), donde la persecución del carruaje o los encuentros dentro del transporte captaban toda la atención del espectador, sobre todo en su escapatoria de los indios americanos. Este carácter nómada de los personajes; la importancia y majestuosidad del paisaje o el conflicto constante entre espacio salvaje y civilizado eliminarán las fronteras propias del western para dejar paso al propio desplazamiento y al más importante todavía viaje iniciático de sus protagonistas. De hecho cuando el western comenzó su letargo, La balada de Cable Hogue (Sam Peckinpah, 1971) sabría resituarlo mostrando al protagonista finalmente desfallecido tras irrumpir en escena el primer motor a cuatro ruedas (sidecar), sustituyendo sin contemplación a la típica carreta y así a todo el imaginario que la tradición cinematográfica había cargado en ella. Dos ejemplos contemporáneos de esta circulación a contracorriente son la propia saga de Miller, que muestra en esta línea los imponentes alrededores desérticos de Melbourne o Silverton a la vez que el movimiento agresivo de sus motorizados personajes; o Despertar en el infierno, donde las ansias de John Grant (Gary Bond) por irse de una comunidad perdida lo llevarán al Bundanyabba, en Nueva Gales del Sur, una huída psicológica motivada por la autonegación homosexual del protagonista hacia las profundidades de la degradación humana. La carretera y el automóvil son omnipresentes aquí en ambas películas, facilitando la movilidad de todos los individuos por el inmenso espacio continental, generando como en los inicios de las colonias estadounidenses del siglo XIX un desarrollo tecnológico por alcanzar la máxima velocidad y con ella, la construcción de una identidad en ciernes. 
El horizonte no es más que el principio para Max Rockatansky
El melodrama de serie B Mad Max: Salvajes de autopista (1979) da inicio a esta tendencia con el planeta Tierra antes de una gran catástrofe –coincidiendo con el contexto histórico mundial de su estreno durante la segunda crisis del petróleo de finales de los setenta–. En ella la sociedad aparece haciendo su vida normal, tan solo perturbada por la presencia de unas bandas de motoristas criminales como símbolo de anarquía, que siembran el terror por conseguir los bienes que les permitan sobrevivir, en este caso el combustible. George Miller recoge así la herencia de películas donde el fuera de la ley es una constante, como The Wild One (Salvaje, 1953) de László Benedek o la propia Easy Ryder, y en la que el cuerpo de policía de este distópico mundo se va transformando en un destacamento marcial, única linea de defensa entre el caos emergente y la seguridad de toda la civilización. Los mecanismos típicos del western clásico están representados así a caballo entre unos nuevos indígenas llamados "Merodeadores" que acechan a los viajeros invasores de las áreas fronterizas o la Guerra de Secesión, transformada aquí en una guerra civil mundial y apocalíptica, que lejos de haber terminado continúa vigente en la memoria de todos y en cada uno de los cuatro actos de esta franquicia, contando una historia que se irá radicalizando a medida que también lo haga su protagonista, Max Rockatansky (Mel Gibson). Y no solo él, a partir de Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1981) y a modo de metáfora existencial y del propio ser humano, su entorno también mutará hasta convertirse en un desierto global y hostil dentro de una extrema escasez de recursos, no solo vitales como el agua de las posteriores Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno (1985) y Mad Max: Furia en la carretera (2015), sino también morales. 
Wake in Fright arranca con un árido planteamiento realista, rozando casi lo documental, y lo hace desde el primer momento a través de una panorámica de trescientos sesenta grados que captura el elemento fundamental: el abrasador desierto australiano como espacio que encierra tanto al llameante horizonte como al profesor protagonista, sin señales de vida a simple vista, tan solo infierno y el espejismo de un oasis que nunca acaba por llegar. Será precisamente esa búsqueda la que acabe por reflejar el desmembramiento de los pocos restos de humanidad de los habitantes del “Yabba”, reflejados en la carrera en coche durante la cacería nocturna y la masacre real de unos canguros desprotegidos. Sea como fuere, Miller tampoco abandona este recurso, y tanto la segunda como la tercera entrega terminan con una gran persecución a toda velocidad donde la sangre de los machetes se mezcla con las columnas de polvo que levantan los vehículos. Ambas obras construyen pues un auténtico relato de involución. No es solo el cataclismo futuro de la civilización, sino el del actual ser humano donde se ahonda dentro de su decadencia y desesperanza, ya sea a través del retrato perturbado de un alcohólico o de otro antihéroe cuya lucha por la supervivencia pasa a ser el único modo de vida, unos temas arraigados en géneros como el western o el road movie, mostrados en esta ocasión desde la contemporaneidad de unos páramos desolados pero grabados igualmente a fuego en nuestra memoria.

26 de mayo de 2015

otra vuelta más al western (2ª parte)

La tripulación del Firefly en el set de rodaje a la conquista del western contemporáneo
El western encontró en la televisión americana  de los  años cincuenta y sesenta un lugar propicio donde expandirse, emitiendo a lo grande, como en el caso de Bonanza desde el prime time de los domingos, en una cierta línea edulcorada deudora de ese mismo cine que la vio crecer, donde el héroe pasaba de llevar a cuestas la amenaza constante de su civilización a presentarla despojada de una figura referencial, desplazada al ámbito de lo cotidiano, llevando la problemática al espacio social por el que las estructuras relacionales acababan entroncando con la domesticidad del hogar y, por extensión, a los límites jerárquicos de la colectividad de su entorno. La televisión, volviendo a mirarse indiscutiblemente en el cine, exploraría la complejidad de estos personajes abordando tramas colaterales y dilatando el tiempo narrativo, desarrollándose como campo natural del escritor-creador en trabajos tan diferentes como Deadwood (2004-2006) de David Milch para la cadena norteamericana HBO y Firefly (2002-2003), de la FOX, con el particular sello de Joss Whedon.
Como ya es sabido, en una película o serie de televisión intervienen cientos de trabajadores dentro de un mismo equipo, pero pocos son los productores o directores de esta pequeña pantalla que logran un tratamiento preferencial acorde a sus homólogos del séptimo arte. Desde los años veinte del siglo pasado en Francia ya se debatía aquello de que si la autoría pertenecía al creador del texto o al realizador que lo ponía en imágenes. Más tarde vendría el polémico ensayo de François Truffaut publicado por Cahiers du Cinèma bajo el título “Une certaine tendance du cinéma français” (1954), que serviría además de manifiesto a la Nouvelle vague francesa en aras de ese nuevo cine de autor que proclamaba. La televisión seguiría sin tener reconocida dicha figura hasta que en los ochenta, el estadounidense Horace Newcomb, entre otros analistas del medio, desarrollara dicha noción con el guionista como pieza fundamental, dándole la atención debida durante la etapa fundacional, en la que a partir de mediados de los cincuenta hasta la actualidad tendría cada vez un papel mayor. En este sentido, la televisión norteamericana encarnaría la excelencia de una tradición antológica desde Reginald Rose a J.J. Abrams. En el caso de J. Whedon, pertenenciente a esta última generación, Firefly parecía ser la apuesta en firme con la que FOX esperaba repetir los mismos datos que las exitosas Buffy, la cazavampiros, o su spin-off, Angel, dos dramas juveniles con toques de humor y terror que dieron a conocer a su autor a nivel mundial, sobre todo por su fusión de elementos genéricos, uno de los puntos fuertes de su obra. En su tercera incursión serial, Whedon vio como en cuatro meses su nuevo show acababa relegado a la noche de los viernes, compitiendo directamente con retrasmisiones de futbol americano en plena temporada de la Super Bowl. Aún así conseguiría completar la primera y única temporada de catorce episodios con un capítulo piloto especial de casi hora y media de duración y el filme posterior Serenity (2005), estrenado este último en cines a modo de “conclusión”. Con el paso del tiempo y tras su cancelación, injusta para un insuficiente número de fans (al menos en términos de audiencia), aquella historia sobre un grupo de insubordinados comandada por el antiguo soldado y "Casaca marrón” Malcom Reynolds (Nathan Fillion), a bordo de una nave espacial que recorría la galaxia en busca de encargos y misiones de riesgo, se convertiría en objeto de culto y fenómeno fan fiction. Una propuesta que se movía además en una rara avis narrativa con hibridación de géneros (Cross-genre o Genre mixing), planteada dentro de la ciencia ficción pero en un nuevo universo o “espacio” que recordaba a un western distópico con toques orientales, repleto de revólveres, desérticas llanuras interplanetarias y con una sintonía al más puro estilo country, salpicado todo ello de acción, comedia e intriga. Continuamente amenazados por la Alianza (Estados Unidos y China), este bando disidente huía del férreo control de los planetas centrales para dirigirse hacia los más alejados, donde los salvajes "Reavers" imponían el terror en una especie de colonias exteriores más cercanas al Weird West que a un universo futurista con alienígenas, propio de las Space Opera. Los mecanismos típicos del western clásico están así claramente representados: los indios americanos pasan a ser una errante raza caníbal que acecha a los viajeros que invaden las áreas fronterizas; la Guerra de Secesión se transforma en una guerra civil galáctica ("Guerra de Unificación") que lejos de haber terminado continúa vigente en la memoria de todos y así, en cada episodio, contando una historia independiente que se desarrolla a medida que lo hacen sus personajes. Este tipo de fusiones tenían sus inicios en la paleotelevisión, con unos géneros fuertemente codificados pero muy maleables entre sí –por ejemplo la delgada línea que separaba la información del entretenimiento–, llegando a desdibujarse totalmente en la actualidad, sobre todo por la tendencia heterogénea de la parrilla televisiva más generalista. Con estos cruces, los criterios para una clasificación se diversifican y la cuestión del género Science fiction western, Space western, etc. –precedida por escasos ejemplos en un marco reciente– podría tener unos más que posibles orígenes en un referente heredero del folletín decimonónico y antecedente de las actuales series de televisión: el cine serial de los años treinta y, en concreto, The Phantom Empire (Otto Brower y B. Reeves Eason, 1935), pero también en los sesenta The Wild Wild West (CBS, 1965-1969), ambas con una combinación de tecnología avanzada y caballos al galope que recordaban al anacronismo de subgéneros como el steampunk. Más adelante Westworld (Michael Crichton, 1973) llevaría a la gran pantalla también la idea de un parque de atracciones del futuro donde se recreaban diferentes ambientes, entre ellos un Far West con pistoleros robot asesinos, donde el personaje al que daba vida el actor asociado al western europeo Yul Brynner funcionaba como símbolo de la caída y posterior reciclaje del género. Toda esta falta de pureza jugaría desde el principio a favor de la ficción narrativa serial, de ahí que diferentes tendencias aparentemente alejadas como la de Robert J. Thompson, investigador del drama televisivo de los ochenta, también definiera las características de la televisión de calidad desde parámetros como la importancia del escritor, el mestizaje de géneros o la coralidad de personajes, en oposición a un único protagonista sobre el que recayese todo el peso de la acción. Firefly se distinguía cono honores en todos estos aspectos, aunque su combinación de western (ficción desterrada de la televisión prácticamente desde los años sesenta) ambientado en el espacio sideral pudiera no entenderse como tal mezcla y oda a dos grandes contenedores narrativos, razón de más para su estrepitoso fracaso.
Otro autor atípico: David Milch, creador de la celebérrima serie NYPD Blue con la que redefiniría el género policíaco en televisión desde que se curtiera en él como debutante guionista en Hill Street Blues. En la primera de ellas abundan sobre todo los personajes complejos y víctimas del declive social que volverán a verse en Deadwood, con el pasado de la sociedad norteamericana actuando de reflejo cultural del presente y, sobre todo, modelos realistas, sucios, corales, en un espacio delimitado y conflictivo, entre la legalidad establecida de una comisaría de Nueva York y el atrincheramiento de un campamento en Territorio de Dakota. Pero volviendo de nuevo a la asimilación contemporánea del western, en este caso, hay una clara vocación referencial al concepto clásico desde un territorio sin definir, o mejor dicho, en construcción, donde los mecanismos históricos y ficcionales que la rigen se llevan a cabo como parte del nacimiento de una nación. Esta tierra de nadie ocupada en su mayor parte por fugitivos y buscavidas contra la anexión estatal, asentada además en suelo indio, comporta la no aceptación de ningún tipo de regla: solo la del más fuerte o la del que mejor juegue sus cartas. La civilización por tanto no es la que se empieza a establecer aquí, eso queda en el horizonte, quién sabe. Aquí no hay Self-made men ni tópicos norteamericanos; no se idealiza a nadie, las imágenes muestran lo que el cine y la televisión habían dejado tradicionalmente fuera de campo (la codicia, el pozo de misería humana), eliminando precisamente lo que había explotado, el reconocimiento del mítico paisaje o la figura de un héroe clásico, tácticas que paradójicamente jugaron a favor del espectador a la hora de centrar su atención en la historia de un espacio comunal como Deadwood. Las Colinas Negras de Dakota del Sur por tanto no tienen cabida como personaje más allá de los límites de la comunidad; pero tampoco Wild Bill Hickcok (Keith Carradine), ese mesías histórico que representa también el héroe clásico cinematográfico rebosante de un cierto orden tradicional y pasado de moda. De esta forma, éste terminará saliendo del marco serial con los pies por delante, dejando entrar al joven y renegado Seth Bulllock (Timothy Oliphant), el sheriff por accidente que recogerá el lastre de la responsabilidad y el de la modernización de las leyes del género. A lo largo de las tres temporadas de esta serie, también cancelada por su costosa producción y escasa repercursión de público (no de la crítica especializada) pero que contará finalmente con una película final para televisión, se comprueba como en el seno del espacio compartido, cada individuo desarrolla un rol determinante de la esfera social, extensible al (macro) cosmos de las presentes sociedades y del grupo protagonista en Firefly. Es interesante entender pues cómo dichas ficciones redefinen en la contemporaneidad los límites de un género propiamente "de fronteras"; en un caso, de la mano de la ciencia ficción y el drama juvenil (space western) y en el otro desde el drama histórico/ficcionado, ambos abordados desde la reconstrucción que de ellas hace el correspondiente bando relegado. Ninguna serie de las analizadas puede definirse por tanto desde un solo género matriz ya que en todas operan códigos que tradicionalmente se asocian a otro tipo de construcciones dedicadas a crear problemáticas cotidianas. Así que lejos de agotarse, parece que la televisión norteamericana no quiere olvidarse del western, manteniendo ejemplos como Justified, Hell on Wheels o la esperada adaptación de Westworld por parte de dos grandes pesos pesados de la ficción, tanto televisiva como cinematográfica como J.J. Abrams y Jonathan Nolan, continuando con ese mismo espíritu explorador de un un corto pero estimulante período histórico esencial para entender las claves de la cultura norteamericana actual.