28 de mayo de 2015

una vuelta al western (1ª parte)

Gary Bond a punto de marchar a ninguna parte en Wake in Fright (1971)
La inmensa mayoría podría identificar aspectos fundamentales del western a través de directores como John Ford y el tratamiento estético de Monument Valley en Centauros del desierto (The Searchers, 1956); o del héroe, en una figura capital como John Wayne, arquetipo del rudo y masculino cowboy. La principal razón es que dichas ficciones, nacidas casi a la par que el cine, se valieron de elementos épicos propios de la reciente historia estadounidense, como la refundación del territorio o la (re) construcción de su comunidad, asentada en el imaginario occidental a través de siglos de colonialismo y violencia con disputa de terreno de por medio, en este caso, uno adusto y vasto por explorar como el Oeste americano. Pero en su conquista, el género poco a poco se desgastaría, obligado a perpetuar unos iconos y a mantener la ubicación de un espacio y tiempo particulares. Así dejaría entrar planteamientos nuevos e “impuros” que luchaban directamente contra algunas de sus principales características, como el caso de Sergio Leone y sus irreverentes spaghetti western, desde el que los espectadores se distanciaban de los prototípicos personajes buenos y malos, ensombreciéndolos hasta alcanzar una etapa del todo crepuscular, eliminando diálogos y restando protagonismo a la lucha armada en pos de una nueva psicología del vaquero, incapaz siquiera de encontrarse a sí mismo, moribundo de una tradición cinematográfica que acabaría a principios de los setenta con The Beguiled (Don Siegel, 1971), pero sobre todo  el desolador dramatismo y la violencia inusitada de Sam Peckinpah. El desastre financiero de un bastión como la United Artists en la producción de la película dirigida por Michael Cimino La puerta del cielo (Heaven's Gate, 1980) no haría sino certificar el absoluto debilitamiento y su inviabilidad como producto comercial. De este modo y aunque en los años noventa la cinta Sin perdón (Unforgiven, 1992) –creada por otro representante y cara visible de la etapa final del género como Clint Eastwood–, firmara ya la esquela de un recuerdo, el de un pistolero retirado que perdía fuelle como el contexto que ya no acompañaba, este y otros revival posteriores supondrían más que el inicio de un nuevo período, el homenaje de la propia industria hacia un modelo cinematográfico ciertamente desfasado y lejano. A pesar de este falta actual de vigencia, el western prolonga sus mecanismos, mitos y formas en películas muy distanciadas en tiempo y contexto, deudoras de un mismo género que les permitió nacer, en este caso, descentralizando las llanuras de los Estados hacia los territorios interiores del país oceánico. La región del Outback donde transcurre la debacle autodestructiva de Wake in Fright (Ted Kotcheff, 1971) o la de esa Australia yerma de las tres primeras entregas de Mad Max (George Miller, 1979-1985) no dejan de ser sino los escenarios para una de las fórmulas americanas de las que se ha apropiado este nuevo cine de las antípodas: el road movie . Y es que desde su consolidación como género independiente, estas películas de carretera tendrán en el western su principal referente, a partir de cintas como La diligencia (John Ford, 1939), donde la persecución del carruaje o los encuentros dentro del transporte captaban toda la atención del espectador, sobre todo en su escapatoria de los indios americanos. Este carácter nómada de los personajes; la importancia y majestuosidad del paisaje o el conflicto constante entre espacio salvaje y civilizado eliminarán las fronteras propias del western para dejar paso al propio desplazamiento y al más importante todavía viaje iniciático de sus protagonistas. De hecho cuando el western comenzó su letargo, La balada de Cable Hogue (Sam Peckinpah, 1971) sabría resituarlo mostrando al protagonista finalmente desfallecido tras irrumpir en escena el primer motor a cuatro ruedas (sidecar), sustituyendo sin contemplación a la típica carreta y así a todo el imaginario que la tradición cinematográfica había cargado en ella. Dos ejemplos contemporáneos de esta circulación a contracorriente son la propia saga de Miller, que muestra en esta línea los imponentes alrededores desérticos de Melbourne o Silverton a la vez que el movimiento agresivo de sus motorizados personajes; o Despertar en el infierno, donde las ansias de John Grant (Gary Bond) por irse de una comunidad perdida lo llevarán al Bundanyabba, en Nueva Gales del Sur, una huída psicológica motivada por la autonegación homosexual del protagonista hacia las profundidades de la degradación humana. La carretera y el automóvil son omnipresentes aquí en ambas películas, facilitando la movilidad de todos los individuos por el inmenso espacio continental, generando como en los inicios de las colonias estadounidenses del siglo XIX un desarrollo tecnológico por alcanzar la máxima velocidad y con ella, la construcción de una identidad en ciernes. 
El horizonte no es más que el principio para Max Rockatansky
El melodrama de serie B Mad Max: Salvajes de autopista (1979) da inicio a esta tendencia con el planeta Tierra antes de una gran catástrofe –coincidiendo con el contexto histórico mundial de su estreno durante la segunda crisis del petróleo de finales de los setenta–. En ella la sociedad aparece haciendo su vida normal, tan solo perturbada por la presencia de unas bandas de motoristas criminales como símbolo de anarquía, que siembran el terror por conseguir los bienes que les permitan sobrevivir, en este caso el combustible. George Miller recoge así la herencia de películas donde el fuera de la ley es una constante, como The Wild One (Salvaje, 1953) de László Benedek o la propia Easy Ryder, y en la que el cuerpo de policía de este distópico mundo se va transformando en un destacamento marcial, única linea de defensa entre el caos emergente y la seguridad de toda la civilización. Los mecanismos típicos del western clásico están representados así a caballo entre unos nuevos indígenas llamados "Merodeadores" que acechan a los viajeros invasores de las áreas fronterizas o la Guerra de Secesión, transformada aquí en una guerra civil mundial y apocalíptica, que lejos de haber terminado continúa vigente en la memoria de todos y en cada uno de los cuatro actos de esta franquicia, contando una historia que se irá radicalizando a medida que también lo haga su protagonista, Max Rockatansky (Mel Gibson). Y no solo él, a partir de Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1981) y a modo de metáfora existencial y del propio ser humano, su entorno también mutará hasta convertirse en un desierto global y hostil dentro de una extrema escasez de recursos, no solo vitales como el agua de las posteriores Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno (1985) y Mad Max: Furia en la carretera (2015), sino también morales. 
Wake in Fright arranca con un árido planteamiento realista, rozando casi lo documental, y lo hace desde el primer momento a través de una panorámica de trescientos sesenta grados que captura el elemento fundamental: el abrasador desierto australiano como espacio que encierra tanto al llameante horizonte como al profesor protagonista, sin señales de vida a simple vista, tan solo infierno y el espejismo de un oasis que nunca acaba por llegar. Será precisamente esa búsqueda la que acabe por reflejar el desmembramiento de los pocos restos de humanidad de los habitantes del “Yabba”, reflejados en la carrera en coche durante la cacería nocturna y la masacre real de unos canguros desprotegidos. Sea como fuere, Miller tampoco abandona este recurso, y tanto la segunda como la tercera entrega terminan con una gran persecución a toda velocidad donde la sangre de los machetes se mezcla con las columnas de polvo que levantan los vehículos. Ambas obras construyen pues un auténtico relato de involución. No es solo el cataclismo futuro de la civilización, sino el del actual ser humano donde se ahonda dentro de su decadencia y desesperanza, ya sea a través del retrato perturbado de un alcohólico o de otro antihéroe cuya lucha por la supervivencia pasa a ser el único modo de vida, unos temas arraigados en géneros como el western o el road movie, mostrados en esta ocasión desde la contemporaneidad de unos páramos desolados pero grabados igualmente a fuego en nuestra memoria.

26 de mayo de 2015

otra vuelta más al western (2ª parte)

La tripulación del Firefly en el set de rodaje a la conquista del western contemporáneo
El western encontró en la televisión americana  de los  años cincuenta y sesenta un lugar propicio donde expandirse, emitiendo a lo grande, como en el caso de Bonanza desde el prime time de los domingos, en una cierta línea edulcorada deudora de ese mismo cine que la vio crecer, donde el héroe pasaba de llevar a cuestas la amenaza constante de su civilización a presentarla despojada de una figura referencial, desplazada al ámbito de lo cotidiano, llevando la problemática al espacio social por el que las estructuras relacionales acababan entroncando con la domesticidad del hogar y, por extensión, a los límites jerárquicos de la colectividad de su entorno. La televisión, volviendo a mirarse indiscutiblemente en el cine, exploraría la complejidad de estos personajes abordando tramas colaterales y dilatando el tiempo narrativo, desarrollándose como campo natural del escritor-creador en trabajos tan diferentes como Deadwood (2004-2006) de David Milch para la cadena norteamericana HBO y Firefly (2002-2003), de la FOX, con el particular sello de Joss Whedon.
Como ya es sabido, en una película o serie de televisión intervienen cientos de trabajadores dentro de un mismo equipo, pero pocos son los productores o directores de esta pequeña pantalla que logran un tratamiento preferencial acorde a sus homólogos del séptimo arte. Desde los años veinte del siglo pasado en Francia ya se debatía aquello de que si la autoría pertenecía al creador del texto o al realizador que lo ponía en imágenes. Más tarde vendría el polémico ensayo de François Truffaut publicado por Cahiers du Cinèma bajo el título “Une certaine tendance du cinéma français” (1954), que serviría además de manifiesto a la Nouvelle vague francesa en aras de ese nuevo cine de autor que proclamaba. La televisión seguiría sin tener reconocida dicha figura hasta que en los ochenta, el estadounidense Horace Newcomb, entre otros analistas del medio, desarrollara dicha noción con el guionista como pieza fundamental, dándole la atención debida durante la etapa fundacional, en la que a partir de mediados de los cincuenta hasta la actualidad tendría cada vez un papel mayor. En este sentido, la televisión norteamericana encarnaría la excelencia de una tradición antológica desde Reginald Rose a J.J. Abrams. En el caso de J. Whedon, pertenenciente a esta última generación, Firefly parecía ser la apuesta en firme con la que FOX esperaba repetir los mismos datos que las exitosas Buffy, la cazavampiros, o su spin-off, Angel, dos dramas juveniles con toques de humor y terror que dieron a conocer a su autor a nivel mundial, sobre todo por su fusión de elementos genéricos, uno de los puntos fuertes de su obra. En su tercera incursión serial, Whedon vio como en cuatro meses su nuevo show acababa relegado a la noche de los viernes, compitiendo directamente con retrasmisiones de futbol americano en plena temporada de la Super Bowl. Aún así conseguiría completar la primera y única temporada de catorce episodios con un capítulo piloto especial de casi hora y media de duración y el filme posterior Serenity (2005), estrenado este último en cines a modo de “conclusión”. Con el paso del tiempo y tras su cancelación, injusta para un insuficiente número de fans (al menos en términos de audiencia), aquella historia sobre un grupo de insubordinados comandada por el antiguo soldado y "Casaca marrón” Malcom Reynolds (Nathan Fillion), a bordo de una nave espacial que recorría la galaxia en busca de encargos y misiones de riesgo, se convertiría en objeto de culto y fenómeno fan fiction. Una propuesta que se movía además en una rara avis narrativa con hibridación de géneros (Cross-genre o Genre mixing), planteada dentro de la ciencia ficción pero en un nuevo universo o “espacio” que recordaba a un western distópico con toques orientales, repleto de revólveres, desérticas llanuras interplanetarias y con una sintonía al más puro estilo country, salpicado todo ello de acción, comedia e intriga. Continuamente amenazados por la Alianza (Estados Unidos y China), este bando disidente huía del férreo control de los planetas centrales para dirigirse hacia los más alejados, donde los salvajes "Reavers" imponían el terror en una especie de colonias exteriores más cercanas al Weird West que a un universo futurista con alienígenas, propio de las Space Opera. Los mecanismos típicos del western clásico están así claramente representados: los indios americanos pasan a ser una errante raza caníbal que acecha a los viajeros que invaden las áreas fronterizas; la Guerra de Secesión se transforma en una guerra civil galáctica ("Guerra de Unificación") que lejos de haber terminado continúa vigente en la memoria de todos y así, en cada episodio, contando una historia independiente que se desarrolla a medida que lo hacen sus personajes. Este tipo de fusiones tenían sus inicios en la paleotelevisión, con unos géneros fuertemente codificados pero muy maleables entre sí –por ejemplo la delgada línea que separaba la información del entretenimiento–, llegando a desdibujarse totalmente en la actualidad, sobre todo por la tendencia heterogénea de la parrilla televisiva más generalista. Con estos cruces, los criterios para una clasificación se diversifican y la cuestión del género Science fiction western, Space western, etc. –precedida por escasos ejemplos en un marco reciente– podría tener unos más que posibles orígenes en un referente heredero del folletín decimonónico y antecedente de las actuales series de televisión: el cine serial de los años treinta y, en concreto, The Phantom Empire (Otto Brower y B. Reeves Eason, 1935), pero también en los sesenta The Wild Wild West (CBS, 1965-1969), ambas con una combinación de tecnología avanzada y caballos al galope que recordaban al anacronismo de subgéneros como el steampunk. Más adelante Westworld (Michael Crichton, 1973) llevaría a la gran pantalla también la idea de un parque de atracciones del futuro donde se recreaban diferentes ambientes, entre ellos un Far West con pistoleros robot asesinos, donde el personaje al que daba vida el actor asociado al western europeo Yul Brynner funcionaba como símbolo de la caída y posterior reciclaje del género. Toda esta falta de pureza jugaría desde el principio a favor de la ficción narrativa serial, de ahí que diferentes tendencias aparentemente alejadas como la de Robert J. Thompson, investigador del drama televisivo de los ochenta, también definiera las características de la televisión de calidad desde parámetros como la importancia del escritor, el mestizaje de géneros o la coralidad de personajes, en oposición a un único protagonista sobre el que recayese todo el peso de la acción. Firefly se distinguía cono honores en todos estos aspectos, aunque su combinación de western (ficción desterrada de la televisión prácticamente desde los años sesenta) ambientado en el espacio sideral pudiera no entenderse como tal mezcla y oda a dos grandes contenedores narrativos, razón de más para su estrepitoso fracaso.
Otro autor atípico: David Milch, creador de la celebérrima serie NYPD Blue con la que redefiniría el género policíaco en televisión desde que se curtiera en él como debutante guionista en Hill Street Blues. En la primera de ellas abundan sobre todo los personajes complejos y víctimas del declive social que volverán a verse en Deadwood, con el pasado de la sociedad norteamericana actuando de reflejo cultural del presente y, sobre todo, modelos realistas, sucios, corales, en un espacio delimitado y conflictivo, entre la legalidad establecida de una comisaría de Nueva York y el atrincheramiento de un campamento en Territorio de Dakota. Pero volviendo de nuevo a la asimilación contemporánea del western, en este caso, hay una clara vocación referencial al concepto clásico desde un territorio sin definir, o mejor dicho, en construcción, donde los mecanismos históricos y ficcionales que la rigen se llevan a cabo como parte del nacimiento de una nación. Esta tierra de nadie ocupada en su mayor parte por fugitivos y buscavidas contra la anexión estatal, asentada además en suelo indio, comporta la no aceptación de ningún tipo de regla: solo la del más fuerte o la del que mejor juegue sus cartas. La civilización por tanto no es la que se empieza a establecer aquí, eso queda en el horizonte, quién sabe. Aquí no hay Self-made men ni tópicos norteamericanos; no se idealiza a nadie, las imágenes muestran lo que el cine y la televisión habían dejado tradicionalmente fuera de campo (la codicia, el pozo de misería humana), eliminando precisamente lo que había explotado, el reconocimiento del mítico paisaje o la figura de un héroe clásico, tácticas que paradójicamente jugaron a favor del espectador a la hora de centrar su atención en la historia de un espacio comunal como Deadwood. Las Colinas Negras de Dakota del Sur por tanto no tienen cabida como personaje más allá de los límites de la comunidad; pero tampoco Wild Bill Hickcok (Keith Carradine), ese mesías histórico que representa también el héroe clásico cinematográfico rebosante de un cierto orden tradicional y pasado de moda. De esta forma, éste terminará saliendo del marco serial con los pies por delante, dejando entrar al joven y renegado Seth Bulllock (Timothy Oliphant), el sheriff por accidente que recogerá el lastre de la responsabilidad y el de la modernización de las leyes del género. A lo largo de las tres temporadas de esta serie, también cancelada por su costosa producción y escasa repercursión de público (no de la crítica especializada) pero que contará finalmente con una película final para televisión, se comprueba como en el seno del espacio compartido, cada individuo desarrolla un rol determinante de la esfera social, extensible al (macro) cosmos de las presentes sociedades y del grupo protagonista en Firefly. Es interesante entender pues cómo dichas ficciones redefinen en la contemporaneidad los límites de un género propiamente "de fronteras"; en un caso, de la mano de la ciencia ficción y el drama juvenil (space western) y en el otro desde el drama histórico/ficcionado, ambos abordados desde la reconstrucción que de ellas hace el correspondiente bando relegado. Ninguna serie de las analizadas puede definirse por tanto desde un solo género matriz ya que en todas operan códigos que tradicionalmente se asocian a otro tipo de construcciones dedicadas a crear problemáticas cotidianas. Así que lejos de agotarse, parece que la televisión norteamericana no quiere olvidarse del western, manteniendo ejemplos como Justified, Hell on Wheels o la esperada adaptación de Westworld por parte de dos grandes pesos pesados de la ficción, tanto televisiva como cinematográfica como J.J. Abrams y Jonathan Nolan, continuando con ese mismo espíritu explorador de un un corto pero estimulante período histórico esencial para entender las claves de la cultura norteamericana actual.