9 de julio de 2015

la mirada revelada (1ª parte)

Visiones del tacto a través del pensamiento plástico de Stan Brackhage
La primacía de la visión en la sociedad occidental viene respaldada con casos como el de la lengua inglesa y sus más de diez acepciones diferentes de «mirada»: del vistazo superficial/glance al examen más riguroso/gaze. Desde que los ojos dejaran de ser un mero receptor pasivo de luz y color y se expandieran por los límites de la experiencia sensorial –ya que no solo pueden ver sino que pueden verse a sí mismos viendo–, el contacto físico y directo con la realidad ponderaría sus implicaciones en el entorno. Curiosamente el bipedismo y la visión estereoscópica “caminaron de la mano” en la evolución del ser humano y, junto al primer estadio de vida en el que el tacto parece ser más funcional que su homólogo óptico, el primero partiría de factores sinestésicos como parte de su desarrollo cognitivo respecto a los objetos de agarre, una permeabilidad del que el lenguaje también aprehendería. En el terreno cinematográfico, durante décadas y antes de la llegada de las lámparas modernas de descarga y alta intensidad, la proyección tradicional en 35mm de las salas se inducía a través del contacto, mediante un arco voltaico entre dos carbones que hacía surgir la luz para producir el efecto de reproducción óptica. 
El verbo revelar viene a descubrir o manifestar aquello ignorado u oculto, visibilizando en términos fotográficos la imagen latente de un soporte fílmico. A su vez, el negativo sujeto a un exceso de luz puede velarse y verse impedido de esta misma claridad, borrando y dejando “ciega” la anterior impresión sensible. Pero además, esta revelación tiene un marcado manifiesto místico, visionario, que especula y se contempla a sí mismo a través del ojo mecánico de la cámara, agudizando la óptica humana y conectándola con una segunda mirada, su otro foco: la visión de la mente. Esta ambivalencia léxica, a través de una iconografía seminal del ojo en el cine experimental, traza un “arco” sinóptico –y no cuadro, por no crear una expresión visual externa– que parte de los surrealistas y su observación mimética del inconsciente para tensar el hilo que los atraviesa y recorrer el potencial cinematográfico de otras imágenes pregnantes: desde el ojo y la lente superpuesta en El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929), pasando por las metafóricas “cuencas vacías” de Aguaespejo Granadino (José Val del Omar, 1955) a la sobreimpresión de la mirada reencarnada en celuloide de Song 1 (Stan Brakhage, 1964), generadoras todas ellas de nuevas percepciones subjetivas. Ese mismo orificio de la cámara oscura que condujo al desarrollo de la fotografía y al registro, proyección e interpretación “vivaz” de fotogramas es, como la pupila, el aparato de procesamiento ilusorio que se vale de luz, tiempo y movimiento para traspasar la cavidad intermedia –cristalino (lente/objetivo), iris (diafragma), párpado (obturador)– y proyectarse de forma invertida finalmente en la retina (película). Igual que la pantalla cóncava a modo de retina colectiva ideada por José Val del Omar en esa sala entendida como el interior de un gran globo ocular, ¿qué puede ser el cine sino una visión amplificada hacia el ojo del espectador? Walter Benjamin llama “inconsciente óptico” en Pequeña historia de la fotografía (1931), precisamente a todo aquello capaz de revelar lo que no es accesible al ojo humano y puede, por otra parte, ser captado por la cámara. Para entender pues el inagotable proceso de ver se requiere la “disección” del órgano fisiológico exterior en pos de una visión interna que, gracias a la consabida ceguera transitoria del acto intrusivo, ilustre y evidencie toda esta experiencia desvelando la importancia capital de la imaginación visual. 
Dziga Vertov, el hombre que mira
En términos bélicos –pero también artísticos–, esa misma vanguardia “adelantada” y adaptada a movimientos como el cine durante la primera mitad del siglo XX fraguaría con la forma exploratoria del speculator romano que, como el surrealismo, ofrecía modos de ver diferentes a los de la experiencia “normal” de la época. Esta corriente basaba sus principios en la primacía de la cámara frente a la visión humana , como en el caso de Emak-Bakia (Man Ray, 1927), donde el ojo superpuesto del artista aparece cercado por un objetivo. Otro cineasta coetáneo como Dziga Vertov (1896-1954), dentro del colectivo soviético de vanguardia Kinoks (del ruso kino-oki, cine-ojos) y entusiasmado por las nuevas posibilidades del medio, apelaría a este “ojo mecánico” para dirigir Chelovek s kino-apparatom (El hombre de la cámara, 1929), situando de forma similar el ojo del cameraman “dentro” de la lente. A expensas de lo que acabara revelando la máquina, las dos imágenes de Man Ray y Vertov colocan la mirada del artista dirigida hacia la cámara –en ambos fotogramas los únicos “ojos” que miran a ella son las ópticas–. Estos dos autoretratos no ponen al aparato en el lugar central que debería ocupar el director, sino que proponen la forma por la que el mecanismo se relaciona con sus miradas y, además, de cómo ambas penetran a través de/en su lugar. Así se entiende que estas se emancipen, trasciendan más allá de las funciones biológicas del ojo humano y se amplíen a través de un nuevo órgano exosomático. 
Lo "jamais vu" al que apela André Breton en la historia de L’amour fou (1937) es el redescubrimiento del ojo inocente contrario a la visión corrupta de la vida cotidiana. En ese caso, los surrealistas desafiaban radicalmente las convenciones visuales con la esperanza de restaurar la mirada prelapsaria –defendida por románticos del siglo XIX como John Ruskin–, con la que volver así a capturar el asombro innato de la infancia. Georges Bataille da un paso más allá y remarca la remoción quirúrgica del ojo en su Histoire de l'œil (1928), con la que pretende separar la vista del cuerpo, una intención cardinal mucho más violenta que aparecerá explícitamente en T,O,U,C,H,I,N,G (Paul Sharits, 1968), cegando el ojo de la realidad en busca de aquel que mire más allá, tocándolo y continuando la premisa de las dos primeras secuencias. Un hecho que experimentó el propio autor francés respecto al visionado de la escena del ojo rasgado de Un chien andalou (Luis Buñuel, 1928). Precedida por la figuración de una delgada nube que cruza por delante de la luna, el corte se hace abrupto con la lenta intromisión del filo de una navaja en el globo ocular de la mujer, deliberado, sin ofrecer resistencia y que, por montaje, viene sustituido por el de una vaca muerta. Abierto a multitud de interpretaciones, este símbolo indudable de ruptura visual y erotismo fascinó a Bataille en tanto creador de ficciones parafílicas, llegando a asociar el ojo con la rasgadura, como víctima y lacerante verdugo al mismo tiempo. La castración aquí es la antesala de la ceguera, de la misma forma que el hilo de Max Ernst en Au Sans Pareil altera la visión del artista en el momento de creación, que sirve además para desprenderse de todo aquello que lo constriñe. Como el pintor surrealista Victor Brauner y su obra que desde que se autorretratara con un ojo cercenado adquiriría un carácter más introspectivo, potenciada por el nacimiento del ojo mental, cabe ocupar ahora el puesto del globo ocular que escapa del artista tras automutilárselo en la película norteamericana The Cage (Sidney Peterson, 1947). La ceguera aún no ha llegado y la perspectiva de un esquizofrénico protagonista, junto a las de su álter ego, la novia, un doctor y la trastocada del ojo deambulante (filmada con una lente anamórfica) se alternan. Este último acaba rodando por toda la ciudad; en la boca de un hombre dormido; atrapado en una fregona y hasta debajo de un caracol que se arrastra sobre él, recorriéndolo igualmente como la navaja de Buñuel, donde terror y humor se fusionan al más puro estilo del maestro surrealista. Retomando de nuevo a Bataille desde otro concepto, el del “ojo pineal” –referido a la glándula cartesiana del cerebro donde se creía que residía el alma–, y en contraposición a sus homónimos frontales, el primero se abriría anhelando salir de su reclusión. Las imágenes distorsionadas del filme representarían la visión de este ojo liberado, vertical, como su periplo subiendo y bajando obstáculos por toda la ciudad, desde el estudio del artista (arriba) hacia la calle (abajo) y todo, en contraposición a la vista normal de sus perseguidores: horizontal, anclada en el estatus animal y vestigial de la humanidad. 
Aguaespejo granadino (1955)
A partir de este agravio llega la invidencia, y las órbitas huecas del burro putrefacto sobre el piano, o las de los dos enamorados del último plano en Un chien andalou anuncian un “ver más allá” sujeto a la fascinación y al poder de la imagen. Si se debe o no a la ceguera del voyeur por miedo a pecar y resultar luego castigado, vuelve de nuevo a ser el filtro de la cámara el único camino para espiar y lograr ser expiado. Si Buñuel demostró que el cine no solo “miraba” hacia fuera sino que cegando el ojo de la realidad podía proponer una mirada invertida, la figura del visionario jugará a partir de ahora un papel fundamental, representado desde la Antigüedad de muy diversas formas, casi todas desde el terreno profano: el adivino, oráculo o sacerdote como la personificación de la castración visual producida por la exposición directa (cara a cara) con la deidad. Esta ceguera del vidente –del que realmente ve–, tiene uno de los ejemplos más conocidos en Tiresias de Tebas que, investido en lo sobrenatural, prescindía de la visión orgánica para revelar acontecimientos generalmente futuros. En el terreno sagrado también, la conversión de San Pablo vendría precedida por unos ojos sacrificados a la luz y que al ser velados recuperarían la visión, pues ese nuevo “ver” supondría la aniquilación de todo lo visto anteriormente. Cuando el cinemista José Val del Omar (1904-1982) termina al final de Fuego en Castilla (1960) con la frase: “La muerte es solo una palabra que se queda atrás cuando se ama. El que ama arde y el que arde vuela a la velocidad de la luz, porque amar es ser lo que se ama”, aparte de las claras referencias a San Pablo, para el granadino, fascinado además por la figura de otro místico como San Juan de la Cruz, prende aquí la visión interior –o ceguera reveladora–, inducida a través de las máquinas y denominada por él mismo "Mecamística". El espectador de sus cinegrafías es como un sujeto pasivo y especie de “criatura ciega” al que tiene la necesidad imperiosa de exhortar “a ver” en forma de alegorías y trucajes ópticos. De ahí que soliera concluir sus obras con el característico "Sin fin" en lugar del clásico "Fin", en pos de una experimentación del cine que ampliara las fronteras de la sensación óptica. Así también en otro de sus elementales de España, Aguaespejo Granadino (1955), tras la frase “¡ciegas… qué ciegas… pero qué ciegas son las criaturas que se apoyan en el suelo…!” aparecen dos grutas que recuerdan a los espacios negros dejados por unos ojos heridos, desde donde sale, poco a poco, alguien al que parece molestarle la luz del sol. Esta escena recuerda al prisionero que logra salir de la caverna y de sus sombras proyectadas por la llama del fuego en el mito de Platón, confiriendo a la experiencia de palpación la capacidad de remover los resortes más íntimos de lo humano, conectándola, a la materialidad perceptiva de la que se nutrían sus imágenes de iluminación “pulsatoria”, inscritas en multitud de experiencias sinestésicas. La nueva visión tridimensional o “supernatural visión” estaba provocada por la luz palpitante del fuego mecamístico, como la Llama de amor viva del religioso renacentista español, una “lámpara de fuego” que quemaba las retinas de los espectadores y les alumbraba la visión. Desde una posición diferente a la de Bataille y los surrealistas, Maurice Merleau-Ponty con su Fenomenología de la percepción (1945) lleva a cabo una interrogación inquisitiva de lo visual, en la que el tacto restaura la proximidad y el estado primordial de la mirada, describiendo al ciego y su bastón como una muestra de habilidad y proyección en el mundo, muy próxima al planteamiento valdelomariano que se dirige al que no ve y a su entusiasmo por la vida originaria, donde el bello baile del agua de La Alhambra y los lugares más agrestes de Granada son celebrados con un ánimo primario, dactilar y fundamental de su experiencia visual. Al igual que Vertov, Val del Omar trata de documentar lo invisible, lo que persiste en las entrañas de lo cotidiano para construir un arte que revelara la realidad imperceptible al ojo humano. 
Se llega así al punto extremo de la visión producida por el ocaso de las imágenes en esas mismas tinieblas donde se forma la ceguera del que ve. En el lugar donde las visiones se disuelven y al desaparecer destellean, tiene lugar para Stan Brakhage la fase transitoria del invidente de Reflections on Black (1955), materializadas como borrones parpadeantes a modo de raspaduras realizadas por el propio director en la superficie del celuloide, fotograma a fotograma, percibidas tanto en modo subjetivo como “desde fuera” del plano ocular del protagonista, dispuestas en el preciso lugar que ocupan sus dos ojos abiertos. Aquí lo manual e incisivo castra la mirada cubriendo sus órganos aniquilados sin dejar otra huella de sus pasos que el vacío a través de una nueva lírica visual que se suma a la del desenfoque óptico e intersticial de la lente, en un proceso que juega el papel aclaratorio de preparar al iniciado para recuperar la visión. Hasta este momento la vista del artista y la del visionario suponen esa habilidad incrementada del acto de ver, una exploración de imágenes cinematográficas que llega a su sentido más interno con el “ojo metafórico” al que Maya Deren apela en Cinema as an Art Form (1946) y al que el norteamericano Stan Brakhage (1933-2003) acudiría con su conjunto heterogéneo de películas experimentales de corte artesanal, en 8 y 16mm, que iban de la épica mitológica al lirismo autobiográfico y en las que emplearía técnicas de cámara en mano, montaje acelerado, sobreimpresiones, collages, abstracciones e intervenciones directas sobre el propio celuloide. Pero aparte de la monumentalidad de este corpus y las publicaciones teóricas como corolario del propio director, la referencia poética ineludible de su forma de ver el cine se entendería fundamentalmente a través de la luz, con la que él mismo, su familia y la naturaleza interactuaban. Esta lírica exploratoria de autoconocimiento ascético se abre paso por una suerte de monólogo interior que el propio Brakhage hace fluir a través del espectador en forma de alegorías de su propia visión, deliberadamente mudas, donde la narración se fragmenta hasta quedar vinculada a su particular pensamiento plástico. El lirismo fílmico de Stan Brakhage, precedido por la vertiente del psicodrama, lo postula precisamente en esa misma posición, detrás de la cámara y como protagonista de la toma. Dentro de su serie Songs, películas hogareñas y de viaje, en el epílogo de la primera de todas, Song I (1964), aparece un ojo enucleado e interpuesto que remarca durante unos segundos a una mujer recostada. El retrato registrado pertenece a lo que el ve, en una mirada que participa, observa y al mismo tiempo se revela ante el espectador para que este sea el que note la presencia y reacción a la propia visión del director. Esa inseparable forma de ver y filmar vuelve la vista atrás a la representación ocular de Vertov y Man Ray “dentro” de la lente, aunque para Brakhage simbolice más la materialización del ojo humano como descubridor de los límites de su herramienta –cámara de 8mm / superficie de la película– que como propiamente “ojo mecánico”. 
Es en la génesis del séptimo arte cuando los hermanos Auguste y Louis Lumière ocupaban el enfoque del cine observacional, donde Brakhage sitúa la función del artista para volver a hacer ver al que cree erróneamente hacerlo, es decir, desde nuevas perspectivas ópticas y restituyendo el estado natural de la mirada a través de una “aventura de la percepción”. Asimismo, pero en el lado opuesto y por citar a otro pionero, el cine de Georges Méliès basado en el trucaje y el “engaño” de los sentidos, con el que el norteamericano, dejando de lado la concepción de cámara como instrumento predecible, también se valdría de su savoir-faire para resaltar los elementos que conforman el acto perceptivo en sí, con cierto aire “fantástico” por el hecho de plasmar los procesos “intangibles” e internos de la visión, evocando los postulados del “ojo inocente” de John Ruskin o la “visión hipnagógica” a ojos cerrados, esta última como intermediaria entre lo que se ve y lo que se siente. El particular documentalismo revisitado de Brakhage se nutre entonces de sendos precursores al entender que la verdadera captación de la realidad se logra no a través de la no-manipulación, sino precisamente mediante ella. Identificada pues la intensidad de este contacto con los elementos gráficos y sensoriales, Brakhage logra abstraer la “materialidad” visual y desnudarla hasta alcanzar su esencia significativa, física y emocional, en pos de aquellas imágenes no vistas y latentes todavía en el ojo de la mente humana: pintando, rayando o interponiendo elementos directamente sobre la película con los que acabar rebasando los límites del fotograma y del propio mecanismo fílmico. Como la sensación al cerrar los ojos en cualquier lugar iluminado, que provoca una experiencia reconocible, donde se mantiene la impresión de las siluetas de aquellos objetos acabados de ver, palpados, poco a poco desvanecidas conforme el ojo se mantiene cerrado. El Oxford English Dictionary relaciona en este sentido la acepción inglesa de perception –derivada originalmente del latín perceptio–, como una unión del ojo y la mente: “sensuous or mental apprehension, perception, intelligence, knowledge”, un todo corpóreo. En este aspecto, la obra de Val del Omar, Vertov y Brakhage es profundamente táctil, provocada por la vertiginosidad del montaje, de cuya percepción se sustrae una independencia del lenguaje que cuestiona precisamente esta cualidad, poniéndola en relación a los hechos del mundo, a la idea del cine y a otras cuestiones del ámbito autobiográfico de sus autores, mirando a aquello que los conforma, el celuloide, reflejado en el principio filosófico de la admiración (thaumazein) y el conocimiento de la realidad a través de los sentidos.
Si el cine puede entenderse como la proyección de una visión hacia el ojo del espectador, quien ejerce a su vez una mirada sobre algo previamente “mirado”, el ensayo The act of seeing (El acto de ver) quiere volver la vista atrás hacia las películas escogidas, unos hechos pasados de los que nos separan entre 40 y 90 años y que, en general, sus protagonistas ya no pueden ver sino tan solo ser contemplados por otros y desde fuera de “sus propios ojos".



The act of seeing
© Miguel Casanova (2015)

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