Si Cleopatra levantara la cabeza posiblemente se desharía en pedazos halagos hacia su mejor cara, la que le brindó después de Cristo la actriz inglesa Elizabeth Taylor; la que enamoró también a un Marco Antonio aká. Richard Burton que le dejó la cicatriz de su amor para siempre, el áspid que hoy tras la picadura de una larga afección cardíaca mientras dormía y con casi ochenta años a sus espaldas, la ha sumido en ese sueño eterno y reparador al que Hollywood la elevó: la muerte del mito.
Desde sus inicios en el cine nunca se conformó con ser la primera actriz, puesto que desde bien mujercita ya lo había conseguido, en parte gracias a la desbordante belleza de sus proporciones y a esos ojos de color violeta tan ardientes como el tejado de zinc por el que se paseó junto a Paul Newman. Después de varios Oscar, de una estela gigante de éxitos profesionales durante más de tres décadas, fue en los setenta cuando se empezó a mascar su declive: ahogada en el alcohol, cansada de casarse una y otra vez y sin apenas papeles salvo cameos y apariciones en televisión, pasó de ser la mujer maldita a recuperar sus fuerzas en los ochenta y convertirse en una de las más famosas activistas en la lucha contra el SIDA junto a su buenos amigos Michael Jackson o Rock Hudson.
Así fue como el séptimo arte la consagró como la séptima mejor estrella femenina de todos los tiempos o la mujer más hermosa del celuloide por delante incluso de Ava Gardner, mientras su vida sentimental estallaba tanto dentro como fuera de la pantalla, con hasta siete maridos en ocho bodas truncadas durante el mejor papel de su vida, el de Dame Liz Taylor (1932 † 2011). El star system ha perdido a una de las estrellas más representativas de la época dorada del cine norteamericano, del que poco a poco vamos asistiendo atónitos a su caída pasando a ese Panteón inmaculado donde se colocan las musas que han inspirado y seguirán inspirando sueños en el común de los mortales: el cine y sus grandes protagonistas.
Desde sus inicios en el cine nunca se conformó con ser la primera actriz, puesto que desde bien mujercita ya lo había conseguido, en parte gracias a la desbordante belleza de sus proporciones y a esos ojos de color violeta tan ardientes como el tejado de zinc por el que se paseó junto a Paul Newman. Después de varios Oscar, de una estela gigante de éxitos profesionales durante más de tres décadas, fue en los setenta cuando se empezó a mascar su declive: ahogada en el alcohol, cansada de casarse una y otra vez y sin apenas papeles salvo cameos y apariciones en televisión, pasó de ser la mujer maldita a recuperar sus fuerzas en los ochenta y convertirse en una de las más famosas activistas en la lucha contra el SIDA junto a su buenos amigos Michael Jackson o Rock Hudson.
Liz por Richard Avedon (1964) |
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