Por las circunstancias en las que vine al mundo, ni yo mismo hubiese sido capaz de imaginarme enamorado de ciertas palabras; de las formas compuestas del verbo haber; de esas veintisiete letras del alfabeto con las que tanto he intimado y que me han hecho llegar a ser de largo, mucho mejor persona. Nací en Valencia un 28 de julio de 1986, cosa que no recuerdo, aunque sí los cumpleaños a partir del tercer y cuarto año y el calor sudoríparo de esos meses, sobre todo, desde que me encaramara al impertinente deseo de conocer el mundo que me rodeaba.
Pero como fui un niño bastante metido para dentro, solo hacía que buscar respuesta a todo lo que pudiera ser susceptible de duda dentro de mi mundo, mi casa, y para ello recurría con el apetito devorador del que se sabe hambriento a todo un sinfín de entradas enciclopédicas que dieran explicación al grueso de información con el que me topaba día a día. De aquella época también son las noches en vela a solas con diccionarios, sus acepciones o la semiología de signos y abreviaturas que aparecían en dichas entradas, de las que quería saber tanto su significado como el contenido al que hacían referencia.
Así me planté en una adolescencia introvertida que despertaba a los placeres y hormonas de cualquier púber: me enganché a las imágenes, de todo tipo, al televisor y a su facilidad por hacerme el mundo mucho más asequible; a las películas que había visto en el cine y que ahora podía grabar meticulosamente en cintas VHS; al entretenimiento visual de variedades, ficción y a la fascinación de toda aquella maquinaria catódica. Los desengaños amorosos también vinieron, pero yo empecé a escribir para pensar que aunque a mi me pasaran, no tenían porqué ocurrirle al personaje de turno que me inventara, por eso, con muchos esbozos de guiones y pocos relatos completos, empecé a sucumbir como persona –y comunicador– en construcción.
Uno de mis vicios, ahora confesable, sigue siendo la escritura, a la que me enganché muy precoz y que funciona en mi cerebro como pura serotonina, cosa que agrava la sensación de vértigo pero estimula y agudiza –y de qué manera– mis sentidas emociones. Y eso me gusta.
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