2 de enero de 2012

a golpes con antoine doinel

 Antoine Doinel aprende a mirar la vida de frente en Los cuatrocientos golpes (1959)  

Uno de los movimientos culturales más importantes del Séptimo Arte en pro de la expresión y autonomía de medios como  fue la Nouvelle Vague francesa tomaría el vigor y la frescura que la caracterizó gracias de una de las primeras películas que ayudaron a definirla, Les quatre cents coups, ópera prima de un François Truffaut en ciernes dedicada a la memoria de André Bazin, mentor del director y uno de los críticos de cine francés más importantes de la Historia. Con dicha película conseguiría no solo el Premio al Mejor Director en el Festival de Cannes de 1959, sino una nominación a los Oscar por su Guión original que lo auspiciaría finalmente como el cineasta europeo del momento, consagrándole a él y a su actor revelación protagonista Jean Pierre Léaud  –cuyo álter ego de nombre Antoine Doinel marcaría su carrera durante los próximos veinte años–. La cinta en blanco y negro construida en base a las experiencias autobiográficas del propio Truffaut durante los primeros años de su adolescencia pone de manifiesto sentimientos como la infelicidad, la desatención afectiva o la soledad de un chico de doce años que, sin unos modelos familiares firmes y prácticamente abandonado a su suerte –tan solo con la compañía de su mejor amigo René– acabará sucumbiendo en su peregrinar ingenuo por París al fracaso escolar, la delincuencia y finalmente al ingreso en un reformatorio, llevándole a adquirir determinadas pautas de independencia y rebeldía. Solo hay dos momentos de la espiral conflictiva en la que se ve envuelto que consiguen hacerle olvidar y soñar, respondiendo siempre al modelo psicológico de su demiurgo: las escapadas al cine (con un plano que repetiría catorce años después en La noche americana cuando en un flashback del mismo director como protagonista robe un cartel a la salida de un pase de Ciudadano Kane) y el esperado encuentro con el océano, momentos de evasión que vendrán precedidos de la melancólica música de Jean Constantin. La verosímil y empática puesta en escena sitúa a este pobre diablo dentro de un entorno hostil de adultos, resultando el conjunto claramente cercano al espectador, sobre todo, ante esa mirada perdida del protagonista en el plano final que parece pedir ayuda ante la incapacidad de salir del asfixiante laberinto en el que se encuentra. 
La libertad que por definición es la posibilidad de elección supone tener la opción de elegir mal, y eso a Antoine no se lo ha explicado nadie (ni tampoco se lo han hecho escribir cuatrocientas veces) por lo que presumiblemente no será hasta recibir esos cuatrocientos golpes cuando acabe por comprenderlo. Al igual que los personajes realistas de Honoré de Balzac reproducen los males de una sociedad enferma, François Truffaut pone sobre el celuloide una parte de sí mismo, aquejada de unas instituciones (familiar, escolar o penitenciaria) que lo vigilaban pero no cuidaban; castigaban pero no enseñaban, y que intentaban por todos los medios anular, impidiéndole avanzar. ¿Quién no desearía escapar sino hacia esa vasta playa normanda?

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