25 de noviembre de 2025

una nobleza en entredicho

I marqués de Casa Torre, reimaginado por una IA alrededor de su 50º 
cumpleaños (1732)

Juan José de Ovejas y Diez fue bautizado el 19 de marzo de 1682 en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción de Igea, pequeña villa riojana en la comarca del Alhama-Linares. Llegó al mundo en el seno de una familia numerosa de reputación local, con pretensiones de nobleza y que atravesaba serias dificultades económicas a finales del siglo XVII. Primogénito del matrimonio formado por Juan Francisco de Ovejas Martínez de Layasa y Josefa Díez-Ximénez Pérez-Caballero, quienes contrajeron matrimonio en la mencionada población el 3 de mayo de 1681. La llegada de la Casa de Borbón al trono de la Monarquía Hispánica en 1700, con la entronización de Felipe V, supuso una transformación profunda tanto en el orden institucional como en la cultura del mérito y la movilidad social del siglo XVIII. No fue un acceso pacífico: la Guerra de Sucesión (1701–1715) no solo enfrentó a las principales potencias europeas, sino que devino en una auténtica guerra civil en suelo peninsular e hispanoamericano. En ese marco bélico, la fidelidad dinástica se convirtió en moneda de cambio política, y los títulos nobiliarios pasaron a desempeñar un papel central como recompensa y herramienta de fidelización. Desde el inicio del reinado de Felipe V, la actividad militar y los servicios prestados a la nueva dinastía fueron reconocidos con una creciente concesión de honores nobiliarios: creación de nuevos títulos; mejora de otros ya existentes mediante la elevación de su rango o la concesión de la Grandeza de España, máxima dignidad nobiliaria en la jerarquía imperial. Pero más allá del campo de batalla, la fidelidad a la causa borbónica también podía expresarse en el terreno administrativo, económico o diplomático, y el nuevo monarca no dudó en recompensar también estos servicios, especialmente entre quienes habían consolidado una posición relevante en las Indias. En ese contexto de redefinición del mérito, el continente americano se consolidó como una plataforma excepcional para quienes aspiraban al ascenso social desde posiciones modestas. Juan José de Ovejas encarna con singular nitidez una de las trayectorias típicas de la movilidad social en el marco imperial: la del indiano que parte pobre a América y regresa con caudales, prestigio y una transformación del estatus familiar. Carente de medios para integrarse en la carrera burocrática o militar peninsular, y sin una red clientelar poderosa que le acogiera, la emigración a Indias fue para él, al mismo tiempo, tanto necesidad como oportunidad. Así es como en 1702, Ovejas embarca como criado del corregidor Alonso de Castrillo Fajardo, miembro de uno de los linajes notables de la localidad sevillana de Écija, rumbo al corregimiento de Carangas, en la Audiencia de Charcas (actual Bolivia). Un papel subalterno cobijado bajo la autoridad de una figura institucional que le permitiría insertarse en la estructura colonial. Sin embargo, pronto rompe con esa tutela y se traslada a Tucumán, Audiencia del Río de la Plata (actual Argentina), en el sur del virreinato, donde comienza una carrera militar en la frontera. Un cambio que respondía al doble incentivo de servicio al rey con posibilidad de ascenso económico. En una América virreinal en expansión, marcada por conflictos con comunidades indígenas y por la necesidad constante de consolidar el dominio territorial, Ovejas propone organizar, financiado a su costa, una partida militar contra los indios mocovíes al servicio de Don Juan Martínez de Elezadra, quien estaba al mando del Presidio de Nuestra Señora del Rosario de Esteco. El éxito de esta expedición le valdrá el ascenso a capitán de dicha ciudad del Chaco Salteño en 1704 por el Gobernador de Tucumán, don Gaspar Barona, abriéndole el acceso al fuero militar y al tratamiento de “Don” a partir de entonces. Posteriormente, Ovejas se afinca en Potosí y más tarde se traslada a San Miguel de Arica (actual Chile) donde tras una trayectoria sin grandes méritos militares ni formación jurídica, es nombrado en 1712 corregidor, es decir, máxima autoridad político-administrativa y judicial de la zona. Aunque teóricamente reservado a juristas o militares con méritos, en la práctica funcionaba también como un oficio vendible dentro de un sistema que toleraba, e incluso fomentaba, la compraventa de cargos. Este ascenso ilustra de manera tangible una realidad borbónica: el progresivo predominio de lo económico sobre lo meritocrático. La obtención de este oficio se debió en parte a su capacidad de pago, pues Juan José de Ovejas financia su nombramiento pero también a una red de relaciones tejida durante sus años en América -con figuras como el virrey Diego Ladrón de Guevara, el antiguo corregidor de Carangas, Alonso de Castrillo o el gobernador de Tucumán, Gaspar Barona-, quienes probablemente avalaron su candidatura. A ojos de sus coetáneos, el nuevo corregidor era una figura que reunía el poder del rey en los territorios coloniales: gobernaba, impartía justicia, recaudaba tributos y representaba la autoridad suprema dentro del marco de su jurisdicción. Además disponía de la fuerza pública y tenía acceso directo a las redes comerciales. En manos de un individuo como Ovejas, el cargo fue más que un punto de llegada, una plataforma de acumulación y prestigio. Lejos de limitarse al cumplimiento formal de las funciones judiciales, administrativas o fiscales propias del corregidor, Ovejas desplegó su mayor actividad en un ámbito de alto interés estratégico para la Monarquía: el control del comercio marítimo en el litoral surperuano, especialmente frente a la llegada de navíos extranjeros. Durante su mandato (1712–1716), se enfrentó a una presencia creciente de naves francesas que fondeaban en el puerto de Arica y en el de San Jerónimo de Ilo, ambos bajo su jurisdicción. Bajo esa apariencia de celo institucional, el verdadero motor del enriquecimiento de Ovejas no fueron los tributos, ni las funciones judiciales, sino el comercio clandestino, o cuanto menos tolerado, con mercantes franceses que operaban en la costa virreinal en abierta contravención de las leyes de la Carrera de Indias. Y no se trataba de un fenómeno marginal o delictivo en el sentido moderno, porque el contrabando constituía un fenómeno estructural, cuya base residía en el desajuste entre la oferta y la demanda reales del mercado colonial y las capacidades logísticas de la metrópoli. La multiplicidad de sus clientes -desde los altos funcionarios hasta sectores subalternos-, evidencia que Ovejas no fue simplemente un funcionario enriquecido, sino un actor clave dentro de la economía informal colonial. Su fortuna, tan notoria a su regreso a la Península, se cimentó precisamente en este equilibrio ambiguo entre legalidad y tolerancia, poder político y habilidad comercial. La trayectoria política en Indias de Juan José no concluyó con su cese como corregidor. En 1721, recién casado con Isabel María de Loaisa y Valdés, viuda del antiguo magistrado de igual función de Arica, Martín de Mundaca, ya se preparaba para su regreso definitivo a España. No sin antes ser comisionado por el virrey Morcillo para negociar directamente con la escuadra francesa el abandono del Mar del Sur o de Balboa (actual Pacífico), una muestra de confianza que prueba su continuidad como actor diplomático y conocedor de los circuitos marítimos y comerciales del litoral. Este encargo, de gran importancia estratégica para los intereses hispánicos, revela que Ovejas conservaba un capital político considerable, incluso más allá de su ejercicio institucional.
Jamás ví una oveja con tanta lana.

            *Se dice que eso fue lo que exclamó el mismísimo rey Felipe V cuando conoció, por primera vez, a Juan José 
              de Ovejas Díez en el Palacio de La Granja de San Ildefonso tras su vuelta definitiva de Perú. 
 
El agotamiento del modelo imperial de los Austrias, acompañado de una prolongada crisis demográfica, fiscal y económica, marcó las últimas décadas del siglo XVII. La monarquía, incapaz de reformarse desde dentro, dependía de una red aristocrática profundamente conservadora que monopolizaba los altos cargos, tanto en la administración como en el Ejército, la Iglesia o la judicatura. El sistema estamental del Antiguo Régimen, basado en el privilegio del nacimiento, limitaba de forma drástica el acceso a los instrumentos de poder a quienes no procedieran de una casa noble reconocida o no contaran con una solvente base económica que les respaldara, por no hablar de sólidos vínculos clientelares. En paralelo, emergía una burguesía urbana y mercantil -sin capital económico ni apoyos cortesanos suficientes- que debía recurrir a vías indirectas para conseguir legitimidad social: el matrimonio con casas de linaje venidas a menos, la compra de oficios, la inversión en tierras o la adquisición de títulos. Y así la propia debilidad de la Monarquía abrió grietas por donde treparon nuevas fortunas. El concepto de nobleza dejó de ser únicamente hereditario y fue progresivamente asociado a la utilidad del individuo para la Monarquía: ya fuera mediante las armas, la pluma, la administración o el comercio se podía alcanzar el reconocimiento de “nobleza personal” o “hidalguía de privilegio”. El inmenso aparato ultramarino necesitaba brazos de gestión, y muchas veces, como ya hemos visto, era el propio virrey o gobernador quien, por real cédula, tenía facultades para nombrar corregidores, alcaldes o capitanes. Un joven sin título, pero con capacidad de mando y recursos, podía adquirir así una capitanía, organizar partidas armadas, controlar rutas comerciales o incluso recaudar tributos indígenas. Un entorno donde el mérito, la iniciativa y la disponibilidad de capital podían reescribir la historia de un linaje. El regreso de Juan José de Ovejas a España en 1723 supuso el inicio de una nueva etapa: la conversión de su inmensa fortuna indiana en capital simbólico, político y social. Como tantos otros sujetos enriquecidos, Ovejas era consciente de que la riqueza por sí sola no garantizaba la aceptación en los círculos de la nobleza titulada. El dinero podía abrir puertas, pero era necesario dotarlo de un discurso genealógico y un reconocimiento jurídico que permitiesen transformarlo en honor. En ese contexto surge la figura del título de mérito familiar, documento imprescindible para la futura resolución del expediente de hidalguía que Juan Francisco Ovejas (padre del futuro marqués), conseguirá en 1730, y que refleja con claridad esta operación de legitimación. Una carta real que funcionaba como un certificado jurídico que borraba la mácula de la necesidad económica y devolvía a la familia su supuesto rango originario. Pero el proceso de consolidación social de los Ovejas no puede comprenderse sin atender primero al matrimonio de Juan José con Isabel María de Loaisa y Valdés, descendiente de dos familias de cierta prosapia en Arica, aunque venidas a menos en lo económico. Los Loaisa, en particular, ostentaban un pasado de relieve: vinculados históricamente a la milicia, su padre, don Juan de Loaisa, había ejercido como correo mayor de La Paz y mercader, y la memoria genealógica del linaje evocaba a un antepasado que habría acompañado a Francisco Pizarro en la conquista del Perú. Así, dicha unión le vinculaba con una estirpe venida a menos, pero de memoria épica y de gran prestigio, unos ecos que como veremos después también resonaban en el apellido Ovejas. Si bien es cierto que ya en 1711, cuando menos, Juan José mantenía una relación muy estrecha con el matrimonio formado por Martín de Mundaca e Isabel María, y que ésta enviudó en 1713, no resulta descabellado pensar que Ovejas pudo beneficiarse de los supuestos caudales acumulados en ese primer matrimonio. El hecho de que en 1715 naciera el primero de los hijos habidos con Isabel, y de que el riojano ya ejerciera como corregidor de Arica -cargo que inauguró en diciembre de 1712 y que constituiría el pilar fundamental de su fortuna-, refuerza la hipótesis de que administrara parte de los bienes de la viuda en los años inmediatamente posteriores. La muerte de Isabel María en abril de 1723, durante la travesía de regreso a Europa a bordo del navío francés L’Achille, comandado por Jean de Saint Jean, inauguró una nueva etapa para Ovejas: su retorno definitivo a la Península como viudo tras una breve estancia de un año en el país galo. De hecho en París se le abre un nuevo horizonte económico: el comercio de la plata y la negociación de letras de cambio con la connivencia de testaferros de servidores del Estado y de comerciantes. Allí, Juan José es además recibido por el embajador de España en Francia, Patricio Laules, con quien mantuvo diversas conversaciones acerca de las prácticas de los comerciantes franceses en los puertos indianos.  Esta serie de informes, fruto de su experiencia directa, lo convirtieron en una suerte de agente “secreto” de la Monarquía española.  Una vez instalado en su pueblo natal, Ovejas siguió viajando con cierta regularidad a Madrid -epicentro de sus negocios y de la vida cortesana, donde se interesó también por actividades asociadas a las prácticas económicas tradicionales, como la adquisición de tierras y la concesión de préstamos. Este retorno a las formas de inversión características de la pequeña nobleza castellana no significó, sin embargo, un punto y aparte respecto a su pasado indiano ya que siguió recibiendo con cierta regularidad los réditos de sus operaciones en América. Probablemente hacia 1726-27 rondara ya en la cabeza de Juan José la idea de ingresar en la nobleza titulada4. Había llegado el momento de que cumplimentara un trámite imprescindible para aspirar a la concesión nobiliaria: la obtención de un título de mérito familiar. Dicho documento, otorgado en 1729 y ratificado el 4 de agosto de 1730 en la ejecutoria de hidalguía de su padre, Juan Francisco de Ovejas, acreditaba -al menos formalmente- la casta originaria de su estirpe. En él se hacía constar que los ascendientes de la familia habían probado su valor y lealtad al rey Alfonso VIII de Castilla en la toma del castillo de Vilches (actual provincia de Jaén) en julio de 1212, episodio bélico vinculado a la ofensiva cristiana durante la batalla de las Navas de Tolosa, en el que diversas casas nobiliarias castellanas se distinguieron en la lucha contra el poder almohade. Que Juan Francisco procediera realmente de un supuesto Ovejas que habría arrebatado la fortaleza “a los moros” durante la Reconquista era lo de menos. El título de mérito familiar se apoyaba pues en una genealogía cuidadosamente elaborada, que enlazaba a los Ovejas con hidalgos notorios de sangre, a pesar de haber visto “suspendida” su condición por falta de medios. En el entramado de méritos que servían de fundamento para la concesión de honores, la dimensión eclesiástica desempeñó un papel de singular relevancia. No bastaba con acumular servicios a la Monarquía en la esfera militar, judicial o gubernamental; era igualmente necesario mostrar adhesión y apoyo a las instituciones de la Iglesia, ya que esta constituía un canal privilegiado para la obtención de gracias regias. En otras palabras, para quien aspiraba a la cúspide de la pirámide social del Antiguo Régimen, era imprescindible estar a bien tanto con el Rey como con Dios.  Junto a la tradicional teoría de la merced regia -que premiaba la lealtad en la guerra, la administración o la corte-, existió una amplia práctica de venalidad, esto es, de compra directa o encubierta de honores. Dentro de este fenómeno destaca, por su magnitud y relevancia, el llamado mercado eclesiástico, a través del cual conventos, monasterios e instituciones religiosas recibían títulos en blanco del rey para venderlos y financiar así sus obras o necesidades. La fórmula era sencilla: el monarca otorgaba a un convento o monasterio uno o varios títulos sin portador, que la institución podía vender al mejor postor. En teoría, el producto debía destinarse a obras concretas (reparación de iglesias, reedificación tras incendios de infraestructura eclesiástica, dotación de obras pías, etc...) En la práctica, estos fondos se convirtieron en un recurso financiero fundamental para el sostenimiento de la Iglesia. Con el dinero obtenido, se financiaban obras de fábrica, reedificaciones o causas religiosas, sin que la Hacienda Real tuviese que destinar recursos propios. De esta forma, al final de dicha transacción, el comprador recibía un título legítimo, hereditario y perpetuo, sin que su concesión explicitara el pago. En la documentación oficial quedaban registrados únicamente sus supuestos méritos militares, políticos o familiares. Y así, la compra aparecía revestida de un discurso de gracia y servicio a la Monarquía, aunque en realidad había sido una mera transacción mercantil. El término técnico utilizado era el de títulos “de beneficio” o “beneficiados”, en referencia a que se obtenían mediante un desembolso económico o un servicio pecuniario. Ahora bien, para acceder a un título beneficiado no bastaba únicamente con disponer del caudal necesario para su adquisición. El procedimiento administrativo contemplaba varias etapas: una vez propuesta la persona por la institución beneficiadora -fuera convento, monasterio u orden religiosa-, la Cámara de Castilla (o la de Indias, en el caso de residentes en el continente americano) se encargaba de verificar la veracidad de los requisitos invocados. Solo tras esta revisión favorable, el Monarca confirmaba la concesión y se expedía el despacho del título. De este modo, se mantenía la ficción de que la merced regia respondía a la conjunción de virtudes sociales y servicios fieles, y no únicamente a un desembolso económico. Y así, el 18 de abril de 1731, Ovejas adquiere finalmente a través del Real Monasterio de San Victorián de Sobrarbe, en el Pueyo de Araguás (Huesca), uno de los títulos que aquella institución había recibido de Felipe V para sufragar obras de reedificación. Así Juan José alcanzó el marquesado de Casa Torre con un discurso que no aludía únicamente a su fortuna indiana o a un linaje restaurado, sino también a su piedad hacia la Iglesia y al sostenimiento de instituciones religiosas. La genealogía en la España del Antiguo Régimen constituyó, más que un mero registro familiar, un instrumento de certificación social y política, elaborado en la intersección entre memoria, olvido y ficción. Así, la nobleza hispana supo articular su identidad a partir de una memoria estamental que privilegiaba determinados episodios -batallas, servicios a la Monarquía, fundaciones religiosas, alianzas matrimoniales- mientras silenciaba contradicciones, pleitos o máculas de sangre. La genealogía se convertía muchas veces en una visión adulterada e imaginaria, en la que los hechos se recreaban o reinventaban para reforzar la cohesión del grupo y proyectar prestigio hacia el exterior. Entre los siglos XI y XVIII, este ejercicio de memoria inventada se consolidó en torno a múltiples soportes: crónicas de linajes, nobiliarios, probanzas de hidalguía, libros de armería, memoriales y ejecutorias judiciales. La nobleza cultivó un discurso de perpetuidad, que hacía de cada generación un eslabón de una cadena heroica que arrancaba, invariablemente, tanto en la Reconquista o incluso en episodios fundacionales más remotos, como las huestes de Pelayo o el linaje visigodo. Allí donde no alcanzaban los documentos o testigos, entraban las conjeturas, las leyendas o incluso las falsificaciones, presentadas como “verdades” avaladas por la autoridad del tiempo y la escritura. El archivo familiar se convirtió, en este contexto, en el sanctasanctórum de la memoria nobiliaria. Cartas de mayorazgo, ejecutorias de hidalguía, concesiones de armas, árboles genealógicos historiados o memoriales de servicios se atesoraban en cofres y bibliotecas privadas como auténticos documentos fundacionales de un linaje. Así se conservaba la memoria estamental frente al olvido y, además se contaba con un arsenal jurídico y simbólico para reivindicar privilegios, cargos o títulos en la Corte. Encontrar genealogistas que dieran apariencia de veracidad a estas fábulas no era difícil, pues la frontera entre historia y mito resultaba deliberadamente difusa. Lo esencial no era la veracidad, sino la verosimilitud: que el relato encajase en las expectativas de lo que debía ser un linaje noble. Estas prácticas de recreación o invención genealógica no fueron patrimonio exclusivo de la nobleza hispana, sino que hunden sus raíces en una tradición mucho más antigua. Ya en la Antigüedad clásica se rastrean intentos de vincular a determinadas ciudades o dinastías con héroes míticos, dioses o fundadores legendarios, como muestra el caso de Roma con Eneas, fugitivo tras la caída de Troya, o de Alejandro Magno con Heracles y Zeus. En el ámbito judeocristiano, la Biblia misma ofrece un ejemplo paradigmático: los evangelios de Mateo y Lucas construyen genealogías que emparentan a Jesucristo con la casa de David, asegurando así la legitimidad mesiánica de su figura. A lo largo de la Edad Media, este recurso fue llevado aún más lejos, vinculando a monarcas europeos con patriarcas bíblicos, emperadores romanos o incluso con Noé. En ese marco universal, los Ovejas no hicieron sino reproducir un patrón común: la aspiración de dar densidad histórica y sacralidad a su apellido mediante la inscripción en un pasado heroico, aunque fuese ficticio pues, como hemos reiterado, no hay documentación histórica que lo abale. 
Palacio del I marqués de Casa Torre, a imagen y semejanza del dueño
Además del marquesado de Casa Torre, Juan José de Ovejas ostentaba el título de vizconde de Larrate y era señor de los derechos del uno y dos medios por ciento, con alta y baja jurisdicción de las alcabalas1 sobre la ciudad de Arnedo y las villas de Autol y Ribafrecha. En la España del Antiguo Régimen, uno de los indicadores más visibles de notabilidad social era la propiedad territorial. Quizás por ello, ya de regreso a la península, el futuro marqués decidió invertir en la adquisición de tierras como forma de compensación de aquellas penurias pasadas, pero también como instrumento de legitimación social. La posesión de propiedades no solo garantizaba rentas, sino que servía como aval indispensable para ser admitido en las filas de la nobleza titulada. La elección de “vizconde de Larrate” como título subsidiario no fue casual: conforme al derecho nobiliario vigente, el beneficiario de un título marquesal podía adoptar, antes de su elevación, un vizcondado previo con la denominación que estimara más adecuada. Ovejas escogió, de manera significativa, el de Larrate, ligando así su identidad nobiliaria a un espacio concreto de su entorno riojano. Además, la adquisición de derechos jurisdiccionales, como los del “uno y dos medios por ciento” completaba este panorama. Tales rentas, enajenadas de la Corona, proporcionaban ingresos sustanciales y reforzaban su posición como señor con atribuciones de alta y baja justicia. Se trataba de una manifestación tangible de poder, que trascendía la mera compra de un título para insertarlo en el tejido jurisdiccional de la monarquía compuesta, donde los señoríos seguían funcionando como resortes de prestigio y autoridad. La concesión del marquesado de Casa Torre constituyó el punto culminante del proceso de ascenso social de Juan José de Oveja. Llegado el momento de elegir la denominación de su título, Ovejas se apartó de la fórmula más habitual, aquella que remitía directamente al apellido familiar o al lugar de nacimiento: no quiso ser “marqués de Ovejas” ni “marqués de Igea”. Optó, en cambio, por la más sugestiva denominación de “Casa Torre”. Esta elección, lejos de ser anecdótica, revela un cálculo simbólico y una intencionalidad clara.  La expresión “casa torre” remitía a una tipología arquitectónica fuertemente asociada a la nobleza medieval. Desde la Baja Edad Media, las torres señoriales habían sido emblemas del poder local en buena parte de la geografía peninsular y europea, donde se erigieron como signos visibles de dominio jurisdiccional, fortaleza militar y preeminencia social. Se trata de un tipo particular de edificación en piedra con una doble función: residencial y defensiva. Estas estructuras comenzaron a proliferar en territorios montañosos o de difícil acceso, allí donde un reducido número de hombres debía garantizar tanto la defensa de un enclave estratégico como la representación del poder señorial. En torno a ellas solía organizarse el núcleo de una localidad, reforzando su dimensión de centro de autoridad política y social. Además, en el norte de la península ibérica proliferaron especialmente en las actuales comunidades autónomas de Cantabria, Asturias o Galicia, donde se consolidaron como residencias de linajes nobiliarios locales entre los siglos XII y XV. Con el tiempo, muchas de estas construcciones evolucionaron hacia pazos gallegos o palacios rurales en la Edad Moderna, en los que la función defensiva fue progresivamente sustituida por la ostentación señorial y el confort residencial. El elemento fundamental de la casa torre fue siempre su carga simbólica: la verticalidad de la torre no solo servía para vigilar y resistir, sino también para proyectar al exterior la preeminencia social de un linaje. La visibilidad de estas torres en el paisaje hacía de ellas verdaderos hitos territoriales, recordando a los habitantes de la comarca la autoridad de sus señores. De ahí que, siglos después, el término “casa torre” conservara connotaciones de poder ancestral y de continuidad con un pasado caballeresco. Para un indiano enriquecido como Ovejas, la referencia a este modelo evocaba de inmediato la grandeza guerrera y la continuidad con un pasado glorioso. El nombre del título reforzaba, además, la asociación con la toma del castillo de Vilches, episodio que la tradición genealógica de los Ovejas vinculaba con los orígenes medievales de la familia. El marquesado de Casa Torre podía entenderse, en este sentido, como un desquite simbólico: la elevación de la casa familiar a la altura de las grandes torres nobiliarias que habían marcado la jerarquía territorial de la región. La sublimación de su persona y de su linaje encontraba también su reflejo en el plano heráldico. El escudo de armas de los Ovejas, que en la tradición hidalga se coronaba con el yelmo, pasó a incorporar la corona marquesal como signo del nuevo rango. Asimismo, los dos cuarteles del blasón se ampliaron a tres, en una clara operación de enriquecimiento simbólico que reforzaba la idea de continuidad y de expansión hacia un porvenir aún más ilustre. El significado de las armas fue reseñado con detalle en la carta ejecutoria de hidalguía, que se detuvo en la explicación alegórica de cada elemento. De esta forma, el campo azul remitía a la nobleza de espíritu, la alteza, la fortaleza y la victoria en la guerra; el color rojo intenso -o gules- simboliza fuego, las armas y el fragor de la batalla; el oro simbolizaba luz, poder, confianza y sabiduría; y la plata, la pureza y la verdad. La representación del castillo de oro en campo azul evocaba explícitamente la toma de Vilches como empresa guerrera; la banda de plata con dos lucernas de oro subrayaba la condición de caballeros de armas; la orla azul con armiños representaba la limpieza y la lealtad en el servicio al rey y las estrellas, finalmente, aludían a la verdad, la claridad y la paz. Todo el conjunto transmitía un relato de continuidad histórica y de exaltación de valores nobiliarios que aseguraban la legitimidad del nuevo marquesado. Lamentablemente la vida nobiliaria de Juan José de Ovejas se vería bruscamente truncada poco después de alcanzar su máxima aspiración. 
Apenas había tenido un año de disfrutar y exhibir el flamante título. Se trataba, sin duda, de una muerte canónicamente barroca, en la que la proliferación de misas sufragadas para la salvación del alma se convertiríaa en el elemento central del ritual funerario. Aunque no alcanzó la magnitud del funeral de su esposa, Isabel María de Loaisa -por cuyo descanso eterno se celebraron, en el convento de la Orden de Hermanos Menores Recoletos de Port Luis (Francia), veinte mil misas ordenadas por el propio Ovejas, el marqués desplegó igualmente un programa religioso de primer orden. En la cosmovisión barroca, morir no era un acto exclusivamente individual, sino también un acontecimiento social, y por ello la caridad tenía un lugar privilegiado en este rito. La acumulación de oficios religiosos, la limosna a sacerdotes y la vestimenta de pobres se integraban en un discurso socialmente reconocible: la muerte como escenario de reafirmación estamental. A esto se sumaba además el componente estrictamente nobiliario: la fundación de tres mayorazgos, uno para cada hijo, si bien con un “mejora” especial para el primogénito. Dicha institución, para la que Ovejas había obtenido ya licencia real, representaba en el Antiguo Régimen la declaración más explícita de triunfo social. No se trataba solo de preservar la integridad patrimonial de la casa familiar, sino de proyectar su memoria y su rango a las generaciones futuras, evitando la dispersión de los bienes y asegurando la continuidad de esta “dignidad” familiar. La ausencia de un testamento no impidió que su padre Juan Francisco, convertido en tutor de sus tres nietos, Juan José (1715), Micaela (1717) y José de Ovejas y Loaisa (1719), se encargara de la administración del patrimonio familiar y les repartiera los bienes que habían pertenecido a sus progenitores, siguiendo las voluntades que le había expresado verbalmente el marqués antes de su fallecimiento. Y así, las alianzas familiares y sociales de los Ovejas continuarían tejiéndose en torno a redes de nobleza y comercio que aseguraban su permanencia en las nuevas esferas de prestigio durante los próximos siglos. La construcción del palacio de Igea constituyó, sin lugar a dudas, la culminación material del proceso de ennoblecimiento emprendido por su futuro morador. Como otros indianos que regresaron enriquecidos a su tierra natal, Ovejas quiso dejar en ella una huella arquitectónica duradera que condensara los frutos de su éxito económico y social. Un palacio que se eleva en cuatro plantas, en el caso de mirar desde la fachada principal, y cinco, si nos fijamos en la trasera, que por otro lado, es una de las vistas exteriores más características, ya que las cuatro galerías superpuestas hacen de este edificio un ejemplo único en La Rioja que lo acercan al estilo florentino. Una inequívoca intención de aparentar se una casa torre medieval. Otro de los elementos a destacar es la cúpula que remata la construcción, y que se sitúa encima de una linterna octogonal. Pero el edificio no fue únicamente un espacio doméstico, sino un auténtico manifiesto de poder y memoria nobiliaria, que emulaba las formas de vida de la alta nobleza peninsular y ofrecía un marco idóneo para la representación estamental. El proyecto, iniciado hacia 1725 y concluido en lo esencial en torno a 1732, combinaba la monumentalidad barroca con una funcionalidad adaptada al doble carácter residencial y productivo de la casa, pues en ella se integraban también bodegas, lagares y trujales para la explotación de los olivares y viñas que el marqués había adquirido en Igea y localidades próximas. El resultado fue un imponente bloque cúbico de piedra de mampostería y ladrillo, cuya fachada principal se articulaba en tres calles verticales, con un acceso monumental flanqueado por pilastras almohadilladas y coronado por balcones con rica rejería. Sobre este frontispicio se dispusieron escudos de alabastro con las armas de Ovejas, timbrados con la corona marquesal y acompañados de elementos alegóricos a sus hazañas americanas, como las figuras de indígenas encadenados. El interior, organizado en torno a una espectacular escalera imperial cubierta por cúpula gallonada y decorada con yeserías, prolongaba la teatralidad barroca y convertía el tránsito cotidiano en un auténtico escenario de representación. El programa suntuario desplegado en el amueblamiento y ornato de la casa reforzaba esta función simbólica. Más allá de su utilidad práctica, los objetos acumulados –plata labrada, tapices flamencos, porcelanas orientales, cuadros y esculturas– eran expresión de un consumo de prestigio propio de un marquesado. La existencia de un oratorio privado, dotado de ajuar litúrgico y retablo, ponía de manifiesto tanto la piedad barroca como la voluntad de exhibir la dadivosidad familiar hacia la Iglesia, y aún más, se erigía como un signo de distinción social para él y sus parientes más allegados ante el resto de la sociedad. La hidalguía restaurada alcanzaba así su expresión más perdurable: la perpetuación de la memoria nobiliaria en piedra, papel y virtud.