6 de febrero de 2014

el sexo de los ángeles

Haciendo cola (de izq. a dcha.) Rock Hudson, Vivien Leigh, Noël Coward, Wallis Simpson, W. Somerset Maugham y Katharine Hepburn esperando su Servicio Completo (2013) 


Katherine Hepburn en La gran aventura de Silvia (1935)
De un cielo como el de Hollywood cabría decir que no tiene igual comparado con la cantidad de fugaces y rutilantes estrellas que han caído rendidas a los pies de sus colinas. Tanto es así que durante más de cuarenta años hubo una suerte de iniciado que supo ver a través de ellas y ocultar una irrefrenable estela de flirteos como dispensador de servicios sexuales: el encantador y desinhibido Scotty Bowers. Noventa años separan al protagonista –ahora casado y retirado de aquél desenfrenado pasado– de sus primeros recuerdos en una granja de Illinois, tan lejanos y lúcidos que no han hecho falta vigorizarlos con más pluma que el de la deslenguada crónica de cientos de amantes (mayoritariamente hombres) que hicieron cola por conocer los beneficios de su renombrado servicio completo. George Albert Bowers (1923-) cambiaría su nombre al de Scotty durante su adolescencia y desde entonces, su garrida reputación le precedería. Nacido en una familia humilde de la América rural pronto emigraría junto a su madre y sus dos hermanos a Chicago y de allí, al estallar la Segunda Guerra Mundial conocería durante un permiso las inolvidables mieles de la costa Oeste. Grandes nombres de la escena cinematográfica como Walter Pidgeon, George Cukor, Cary Grant, Rock Hudson, Tyrone Power, Ramón Novarro, Vincent Price, Anthony Perkins o Errol Flynn pasaron por la entrepierna del eterno mancebo durante sus años de correrías y fue, atraído por aquellas libidinosas semanas de descanso militar, por las que se establecería allí definitivamente junto a Betty y la hija de ambos, Donna. Su primera parada laboral y de la que sacaría un inestimable jugo fue la gasolinera Richfield de Hollywood Boulevard, centro neurálgico de la nocturnidad más trasnochada donde su surtidor proveía de arreglos carnales a su séquito de atractivos jóvenes desempleados y la flor y nata de la ciudad. A mediados de los años cuarenta y con apenas veinte años el sexo no era un misterio para él; sus memorias hablan de un descubrimiento precoz y un episodio que podría tildarse de abuso infantil por un amigo de su padre al que Scotty resta importancia. Consciente desde entonces y sin rencores, su “aventajada” posición respecto a otros muchachos de su edad le reportaría una salida económica cuando la Gran Depresión apretaba con más fuerza. Sus devaneos en las artes amatorias vinieron por tanto rodados y posteriormente en forma de conductores lascivos, pero esta vernácula tendencia no se dirigiría tan solo hacia los hombres; como firme bisexual desempeñaba su papel de partenaire para ambos sexos, ya fuera a través del tête à tête, por la puerta de atrás, cumpliendo parafilias de todo tipo o formando parte de celebraciones orgiásticas. Así acabaría revolviéndose entre las sábanas de actrices como Vivien Leigh o Barbara Payton; la insaciable cantante Edith Piaf; el duque de Windsor Eduardo VII, el dramaturgo Tennessee Williams o el director del FBI J. Edgar Hoover, al que se referirá en varios pasajes como una auténtica “reinona”. Contrariamente a lo que pueda parecer también entabló amistad con otras grandes figuras sin vincular una cama de por medio: Gloria Swanson, Mae West o con una acérrima lesbiana como Katharine Hepburn a la que llegaría a abastecer con más de 150 chicas –a pesar de que su publicitaria pareja a ojos del mundo fuera Spencer Tracy, quien prefería a su vez las lindes de un cuerpo varonil como el de Scotty–. Mientras el Código Hays hacía estragos en el cine coartando las escenas de amor o cualquier atisbo de erótica ingenua, los actores y actrices de este lado de Hollywood vivían inmersos en el libertinaje imperioso del mundo real, una destacada situación de la que el protagonista se jacta asegurando que nunca cobraría un centavo, tanto de sus servicios personales como de los “amarres” a terceros, razón que le haría buscar un segundo empleo de barman para atender sus labores familiares y al que se dedicaría a tiempo completo y con el mismo esmero desde la segunda mitad de los años cincuenta. 
Scotty Bowers, San Diego (1944)
Los tiempos dorados de aquel lupanar de Los Angeles se verían mancillados en los años ochenta por la llegada del SIDA, y tanto el star system como los profesionales vinculados a los grandes estudios no tardarían en hacerse eco, algunos ya demasiado tarde como el director de fotografía y compañero genital de Scotty, Néstor Almendros, una pérdida entre otros muchos amigos que haría remontar de nuevo al protagonista hacia otros derroteros, sobre todo tras conocer en su madurez a la mujer con la que todavía hoy comparte sus días. Las palabras de Scotty Bowers a través del relato de Lionel Friedberg penetran en el lector con total concupiscencia y sortean la barrera del tiempo para devolvernos un Kama sutra de prácticas que resultan rabiosamente actuales, repleto de detalles y con una verosimilitud tal que no parecen regresar de una delirante ucronía de viejo verde. A través de un lenguaje igual de irreverente que el propio orador, las indiscreciones de todo un panteón de artistas al que todos tildamos de “clásicos” (en honor a la etapa del cine que les tocó vivir) se desvanecen, apareciendo ante nosotros despojados de todo ese aura que Hollywood y las agencias de publicidad pulieron a base de eslóganes y lavados de imagen.

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