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El (t)acto de ver de Stan Brakhage |
"Unos piensan, otros actúan, dicen. Pero la verdadera condición del Hombre es pensar con sus manos."
Jean-Luc Godard, Histoire(s) du cinéma (1988)
“Cuando uno cualquiera de nosotros mira un objeto para adquirir conciencia de su forma, orienta sus ojos en coincidencia sobre tal objeto” decía José Val del Omar al respecto de este binomio sensorial, para más tarde apostillar: “Es el tacto el más elemental medio de información./ La más cierta noticia nos viene aplicando los dedos a la llaga./ Por el tacto, descubrimos al mundo palpable que nos circunda./ Una perfección del tacto es la vista./ Como una perfección de la vista es el radar/”. Estas primeras líneas del desarrollo estético del Palpicolor (1963) indagan en pulsiones místicas como las del episodio que llevó a Santo Tomás a tocar las heridas de Cristo, una sensación divina en la línea del “toque delicado” de su ciertamente admirado San Juan de la Cruz. Si en Aguaespejo granadino (1955) Val del Omar trataba de hacer visible lo invisible a través de los días, las noches o el ciclo del agua, condensando el tiempo y deteniéndolo en el instante del surtidor de La Alhambra a modo de escultura, por medio de la luz táctil o TáctilVision daría un paso más allá en el realismo, amplificando la mirada para “captar las huellas tomadas del natural y reproducirlas en la retina del espectador por contacto”. Como el Ojo de la providencia que se acerca entre los planos del tercer elemental Acariño galaico (1961/1981-82/1995). A través del objetivo anamórfico de ángulo variable, los nervios de la bóveda desde la que “todo lo ve” parecen desplegarse en forma de extremidades prénsiles hasta el reino terrenal de la criatura, igual que Dios al descender del cielo para modelar del barro al primer hombre con sus manos. Esos dedos divinos emparentados con el egipcio ojo-sol, vistos como ondas proyectadas por el cinematógrafo, son portadoras de la huella de los objetos previamente palpados –dando la impresión de que los volúmenes tienden a salir de la pantalla– y siguiendo un rastro que se deja ver también en Fuego en Castilla (1960) durante la procesión de la Verónica, con las manos de las imágenes del paso procesional elevándose hacia cielo, veneradas reliquias cobrando vida junto a las figuras del Museo de Arte Religioso de Valladolid, proyectadas con diferentes haces de iluminación “pulsatoria” como si de pantallas se trataran, lienzos reveladores de otro santo sudario: el de la emulsión fotosensible de la propia película. Aquí la mano fragmentada [de Dios], escindida del cuerpo muestra al mismo tiempo la muerte, aludiendo a aspectos trascendentales que competen a los últimos días de Cristo en la Tierra, crucificado y clamando al Padre en su agonía. Pero exenta de sus funciones vicarias, la carga expresiva de esta misma anuncia lo caduco y pasajero de la vida humana, desvelando con ello imágenes normalmente ocultas y siempre evitadas que desafían los límites de la mirada.
Aunque la preocupación en torno al mundo natural sería el foco fundamental de Stan Brakhage –desde lo primario y las emociones hacia lo sagrado y el cosmos–, durante los años setenta registrará otras realidades cercanas que lo desplazarán del ámbito familiar como ruptura a un excesivo introspectivismo a otro tipo de instituciones, en este caso gubernamentales de la ciudad de Pittsburgh (EE.UU). Una de ellas será el depósito de cadáveres de The Act of Seeing with One’s Own Eyes (1971), donde los cuerpos y el vaciado de sus órganos aparecen sin tapujos mediante un duro realismo documental. Esta cámara-ojo capta lo espeluznante y monstruoso del primer plano, nada en concreto (la Muerte), todo en particular (un pie, un torso, un cerebro), manipulando como el forense y en silencio el interior del cuerpo, sin ningún sonido sincrónico que altere la imagen, en un todo para el “ver” como en Vertov, con el instrumental quirúrgico más preciso que no es sino la extensión de otro Ser actuando de cine-bisturí, seccionando el significado de la película, de la autopsia y del propio mecanismo cinematográfico: el acto de ver con los propios ojos [de uno]. La agresividad en psicoanálisis (1948) de Jacques Lacan resuelve esa sensación de fragmentación manifiesta en las imágenes como un “estallido del cuerpo” que acosa al imaginario humano. Las manos aisladas de los difuntos conservan diferentes gestos que adquieren una belleza turbadora, llenando toda la imagen pero preservando el enigma; desde la que aparece envuelta por un plástico y que atendiendo a su predecesora valdelomariana podría moverse en cualquier momento, a otra que evoca la escena de La creación de Adán (1512) con la que se invoca esa anteriormente pretendida ilusión de movimiento inducida por la cámara. Todas ellas son partes insensibles y desprendidas de cualquier habilidad, sin posibilidad de funcionamiento; ya no volverán a agarrar ni a tocar. Pero esta Muerte fragmentada no es la única capaz de paralizarlo todo, ya que el reposo, sin ser eterno, puede ser consecuencia de un determinado movimiento o, en el caso de El Hombre de la Cámara (1929), síntoma del despertar de una gran ciudad. Como la mano inerte detrás de un escaparate en contraste con la circulación de transeúntes, o la mujer del primer acto que yace plácida en su cama sin querer despertar, una identidad femenina que genera expectación precisamente porque es mostrada a través de algunas de las partes que la componen: un brazo, un fragmento del torso, otro de su rostro o una de sus manos. Ella es la representación de esa gran urbe que descansa esperando a ponerse "en pie", recreándose en su quietud, mientras se intercalan porciones de calles vacías, fábricas y locales cerrados. Deleuze arroja luz sobre la diferencia entre el dispositivo del cine (suma de imágenes fijas o cortes inmóviles) y lo que este entrega (imágenes a las que se le añade un movimiento), es decir una “imagen-movimiento”. Así se entiende que todos estos fotogramas que en principio están carentes de vida, empiecen a moverse como metáfora de esta ciudad, gracias a la ilusión del cinematógrafo. Así las maquinas van acelerándose y el camarógrafo mueve su manivela a gran velocidad, registrando las acciones en un movimiento circular rotativo que asocia el movimiento de la mano al de las ruedas mecánicas de todo un aparato industrial.

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