30 de junio de 2014

el mal de los malditos

El optimismo y la alegría de vivir de Charles Baudelaire
por G.F. Tournachon "Nadar" (1855)
Tras la muerte hace unos meses (marzo 2014) de Leopoldo María Panero, el investigador y traductor literario Mario Campaña (Ecuador, 1959) recogió el testigo para actualizar la nueva edición de su anterior Linaje de malditos. De Sade a Jim Morrison, abarcando casi tres siglos de estirpe entre excesos, provocación y miserias a través de una colección de biografías dispuesta a destacar no tanto por su hondura sino por el relato que hace de la vida y desgracias de sus protagonistas. Bukowski, Rimbaud o Edgar Allan Poe son sólo algunos de los retratos entre los que misteriosamente no se incluye el de ninguna mujer, quizás por no haber encontrado entre ellas material suficiente pero, ¿y Mary Shelley, Miyó Vestrini o Alejandra Pizarnik? ¿No vivieron condenadas a un anatema constante? 
Dicho parnaso (de Sade a Panero)  revisita pues diez figuras masculinas que reflexionan y escriben acerca del mal como generador de pensamiento, no porque lo ejercieran como así acabó trascendiendo por sus escándalos sexuales y adicciones, sino porque formaba parte tanto de ellos como de la propia naturaleza humana, mostrando una fascinación que para el Marqués de Sade siempre triunfaba y que Artaud resumiría en “El bien es deseado, es el resultado de un acto; el mal es permanente”. Desde los románticos franceses con el también conde Lautréamont a la más tardía Generación Beat de Burroughs y el despegue de Jim Morrison en la industria del rock, ninguno de ellos tomó una actitud indiferente en la vida sino que se convirtieron en portavoces de la modernidad a través de lo irracional, rebelándose a las leyes impuestas y denunciando los problemas de una sociedad enferma de progreso, despreciada pero influyente en sus vidas. 
 Un rincón de la mesa (1872)  H. Fantin-Latour
De izq. a der., Verlaine y Rimbaud (sentados)
La idea fundamental de esta selección de autores viene en buena medida respaldada por un estudio introductorio que contribuye a romper esos mitos que impiden entender el valor trascendental de sus obras. ¿Qué es el mal sino una provocación para entender el bien? Este es el entrante para degustar la relación existente entre cada uno de ellos, aunque se quede precisamente en el paladeo y no acabe por saciar el estómago de los más ávidos. Para estos últimos un consejo: dejen sitio para el postre sí, pero comiencen mejor por una de las mejores biografías de Baudelaire en castellano, firmada además por un Campaña igualmente avezado.

3 de junio de 2014

una pasión desmedida

La joven Mary Ann Clark Bremer no se toparía con el Librero 
y la Princesa hasta bien entrada su madurez
De vez en cuando, la lectura por serendipia de ciertas obras ocultas del acervo literario produce tanto amor por el tejido que las forma que es la propia palabra escrita la que somatiza y urde con sutileza una trama en principio reconocible. Tras las inéditas Una biblioteca de verano (2012) y Cuando acabe el invierno (2013), la editorial Periférica publica ahora El librero de París y la princesa rusa, un episodio que podría pasar por autobiográfico y del que la autora norteamericana Mary Ann Clark Bremer (1928 - 1996), oculta siempre entre seudónimos y constantes trasiegos, firmó con la elegancia de una prudente observadora. La sensualidad de dos inoportunos enamorados que se buscan entre los silenciosos anaqueles de una librería del barrio parisino de Le Marais, actuará de parapeto ante esa misma pasión que reconocen en la novela galante de Jean-François de Bastide, Le petit maison. Pero su deseo no es libertino, o al menos, así se asegura que parezca la voz que comparte en secreto la historia de ambos, sino más bien esquivo y receloso a una entrega fatua. Es en esa casita que se convierte en seductor subterfugio donde querrán compartir su existencia solitaria albergando de esperanzas un encuentro que, como amantes ávidos de la lectura, sirva de antesala a una tertulia dialógica sobre Diderot o los ilustrados tan excepcional como un bajorrelieve de madera dieciochesco con el que la Princesa o el Librero también se puedan entusiasmar.
Años 60. De ella sabremos que es una elegante viuda aristócrata, abrazada a su nueva patria francesa con la fe y la esperanza católicas; de él, un instruido bibliófilo judío, desengañado y aferrado a un guardapolvo por más que su conducta parezca impecable. Por sus páginas, Clark Bremer se refugia en la antonomasia de dos personajes de los que aunque nunca conoceremos sus identidades tendremos la huella que ha dejado en ellos su relación, una de aquellas que podrían pasar por uno de esos amores sublimes reservados a quienes no dejan de idealizar al otro, que no se sabe ni cómo ni cuándo tomarán la iniciativa pero poco menos que importa ya, pues de lo que se trata es de saber por qué no existen más historias en las que la Belleza desborde a las emociones, sin dejar por ello de conmover o apasionar al lector. Existe una palabra por todo esto que describe a la perfección esa situación, se trata de Mamihlapinatapai, que para los indígenas yámanas de Tierra de Fuego (Argentina) viene a ser esa mirada cargada de emociones que comparten dos personas, cada una de las cuales a la espera que la otra comience una acción que ambos desean y que ninguno se anima a iniciar. Una reacción romántica que traerá consecuencias.

1 de junio de 2014

una suave música de fondo

"La Música de Mobiliario crea vibración; no tiene otra finalidad; desempeña la misma función que la luz, el calor y el confort en todas sus formas" 
Fragmento de una carta de Erik Satie a Jean Cocteau (1 de marzo de 1920)
Erik Satie por Man Ray (1922)
Si entendemos el confort como todo aquello que produce bienestar y comodidad en el ser humano sin la necesidad de estar por ello cansado –a diferencia del relax que supone una actividad previa–, no sería descabellado pensar que dichas situaciones resultarían difíciles de llevar a cabo sin la ayuda de lo que se conoce comunmente por silencio. Esa supuesta "ausencia" de sonido que ya expusiera John Cage en 4'33'' es la excusa para comprobar cómo entre un contexto y su recepción, existe una sonoridad ambiente per se. Cuando el compositor y pianista francés Erik Satie (1866-1925) escribió con la colaboración de su colega Darius Milhaud cinco piezas en tres diferentes series de su Musique d’Ameublement, su intención era que sus partituras sonaran sin que la escucha adoptara una postura de atención convencional, es decir, que el público pudiera deambular por una situación dada sin prestar atención a los intérpretes y que esa música a su vez formara parte de la estancia como lo harían los mismos muebles. De un contexto "decorativo" en el que se predisponía a la gente a prestar oídos mientras realizaba otras actividades venía su intención estética con la que se presentaba este nuevo "producto de consumo" y así fue como el 8 de marzo de 1920 se oficializó. A través de los dos divertimentos de la sucesión Sons industriels (Sonidos industriales), Chez un bistrot (En un bistro) y Un salon (Un salón), ejecutados con las directrices de un Satie entusiasmado se recomendaba a los asistentes “hablar, andar, beber” como si se encontraran en el restaurante o en sus respectivas casas, pretendiendo naturalizar una situación que no sonaría tan rara tras la llegada del hilo musical y su entramado de sonidos ambientales.
Aunque el origen del término "Música de mobiliario" es discutible, todo apunta a que Satie podría haberlo acuñado a partir de la concepción de arte que Henri Matisse atribuyó a un sillón o, a través de la necesidad de "restaurar" los ruidos adyacentes durante un almuerzo con otro pintor como Fernand Léger. De las que si se tiene constancia son de otras tres composiciones más "para amueblar" de 1917 Correlage phonique (Mosaico fónico) "para un almuerzo o un contrato de matrimonio" y Tapisserie en fer forgé (Tapiz en hierro forjado) "para una gran recepción a la llegada de los invitados, a interpretar en un vestíbulo", además de la pieza Tenture de cabinet préfectoral (Revestimiento de pared en la oficina de un jefe de policía) "decorativa y suntuosa en apariencia" que llegaría como encargo seis años después desde Estados Unidos para una pequeña orquesta privada. Casi simultáneamente y en este mismo continente corría el año 1922 y otro artífice no reconocido de la música ambiental, el militar e inventor norteamericano George Owen Squier (1865-1934) aún estando en las antípodas de reinterpretar el sueño del francés, ideó un sistema de transmisión electrónica de música enlatada mediante fonógrafo que desarrollaría durante doce años hasta propagarse rápidamente con el nombre genérico de Muzak Corporation. La llegada de la música grabada cambió las condiciones de consumo y de su producción tanto como las obras en sí mismas, resultado de una empresa estadounidense especializada en  repertorio musical programado emitido por vía telefónica y que amenizaba la producción económica tras la Gran Depresión combatiendo el silencio discretamente y aliviando los nervios y estrecheces de esos primeros tripulantes del mundo moderno a bordo de los nuevos y vertiginosos ascensores (elevator music). Pensadas para nadie en particular –para todos en general–, liberadas de marcos espacio-temporales y de títulos e intérprete/s desconocido/s con los que E. Satie podría haber sintonizado en funcionalidad pero no tanto como arsenal de música sistematizada ambiental de hogares y espacios de ocio, consumo y trabajo. Después de la Segunda Guerra Mundial y tras el cambio de nombre que la haría mundialmente famosa como banda sonora de fabricas y talleres, adquirió mayor resonancia en otros sectores (bancos, compañías de seguros, agencias publicitarias, transportes e incluso la Casa Blanca o el Apolo XI) afianzándose a partir de los cincuenta con la introducción de la cinta magnética de audio y su transmisión a través de canales de Frecuencia Modulada. Dependiendo del ámbito profesional, se trataba de una música disuasoria no agresiva, de cierto "aleccionamiento" y motivada para ser oída y no escuchada (easy-listening); reproducida a un volumen moderado evitando las frecuencias muy altas o muy bajas así como las partes cantadas para no distraerse o bajar el rendimiento, y finalmente reducir la tensión, mejorar el ánimo y aumentar las ventas a través del tempo o el ritmo. En los sesenta, este tipo de melodías empezaron a adoptar éxitos populares del rock y pop fundamentalmente y a orientarse cada vez más hacia el marketing, formando filas de detractores en contra de su uso instrumental por sumergir al público en un flujo musical totalmente ajeno a su control. Mientras tanto, otros géneros ligeros provenientes del jazz instrumental como el lounge causaban furor evocando sensaciones diferentes a las que experimentaban sus oyentes en la cotidianidad de la oficina o el hogar, "trasladándolos" a lugares exóticos (a una isla paradisíaca o al espacio exterior) a ritmo de bossa nova y sonidos estereofónicos pero sin restar por ello placer al momento. Pero mientras el hilo musical tocaba sucedáneas bagatelas, entre los insatisfechos y revulsivos experimentalistas se encontraba el músico inglés Brian Eno (1948-), un digno impresionista à la manière de Erik Satie que despegaría en 1978 desde la terminal ambiental de Music for Airports. Tras el aterrizaje del concepto ambient a través de esa aproximación al silencio moldeador de la música y el estado de ánimo en J. Cage, a la diáspora de unas pocas notas minimalistas y a la concepción satieniana por la que dichas composiciones resultarían del mismo modo tan obviables como interesantes, su tacto suave y sensorial supondría el ingrávido páramo en el que se establecería Brian Eno tras abandonar Roxy Music. Más allá del piano decorativo y del envolvente sintetizador del LP Discreet Music (Música Discreta) de 1975, la tenue melodía con reminiscencias a una utópica Muzak predisponía a la escucha y no tanto a la flotación, manifestación que encontraría su nicho ecológico tres años después con el primer volumen de la fundacional Ambient 1: Music for Airports (Música para Aeropuertos), concebida y diseñada para un marco espacial específico que conviviera con el tráfico concreto de ruidos e interrupciones aeroportuarias de sus salas de espera. Es por ello que su concepción estética de salida no compartía plenamente la de sus predecesores, tratándose pues de una música que podía tanto despertar el interés como pasar totalmente desapercibida. Por eso para Eno el ambient potenciaba el entorno como un espacio para pensar, reteniendo sus cualidades e induciendo a la calma. Estaba claro que la intención de la Muzak era supuestamente aliviar el tedio de las tareas rutinarias y equilibrar los subidones y bajones naturales del propio cuerpo, pero posteriormente y a finales de los ochenta, en una fase avanzada de la música rave y la cultura de baile también se decidió que era conveniente reposar durante un tiempo razonable a lo largo de la noche trayendo consigo nuevos espacios que anticiparon una nueva era, que no new age (o si), en una continuidad lineal que cambiaba la verticalidad del estímulo laboral por la horizontalidad de la calma preexcitada. 




De la escena alternativa de Mánchester –o Madchester– que sirvió de bisagra musical a los últimos años ochenta y primeros noventa entraban y salían por las puertas de míticos clubs como el Konspiracy, The Boardwalk o Soundgardens miles de jóvenes cada fin de semana con afán de escuchar y bailar el mejor house, dance, acid house o techno internacionales. Al frenético ritmo de la noche se le sumaba la droga de moda, el éxtasis, de ahí la necesidad de tomar un respiro y reponerse de la deshidratación, la subida de temperatura y demás indisposiciones derivadas. Hacia 1990 se empezaron a acondicionar salas acolchadas o chill out rooms (habitaciones para relajarse) donde recostarse e interactuar a un menor número de pulsaciones por minuto gracias en buena medida a una música de corte ambiental (sonidos naturales, texturas delicadas) y rebajada de decibelios. Esta idea se retomaba del lounge y de su poder para evocar lugares idílicos, por ejemplo una playa, observando la resaca de las olas a la espera de la que vendría al día siguiente. Así que por supuesto la tendencia se popularizó y trasladó a las orillas cálidas del Mediterráneo, concretamente a las de la isla de Ibiza, acomodándose en su histórico Café del Mar pero degenerando poco después en un pastiche de bases rítmicas. Aun así, todavía no se hacía referencia al término como sinónimo de este tipo de “templos”, a pesar de que ya se empezaban a ver con la estética neo-asiática e hindú actuales, pero sus beneficiosos efectos no tuvieron un disco de cabecera hasta principios de 1990, el proscrito Chill Out de Bill Drummond y Jimmy Cauty en formación como The KLF. A través de un viaje imaginario de 44'44'' se invitaba al relax, a dejarse llevar por la felicidad pura y sentimientos positivos con una sucesión de sampleados que iban de Pink Floyd (On the Run) o Elvis Presley (In the Guetto) a Fleetwood Mac (Albatross), pasando por retazos sonoros de transportes (trenes, coches, aviones), cuñas de radio y sermones evangelistas en comunión con la tradición de la música concreta y melodías de ambient house como el Pacific State de 808 State, que planeaban en conjunto al son de una pedal steel guitar rompiendo como mantras sintéticos las reverberaciones frenéticas del acid. Pero por mucho que este ambient sedentario despuntara cada mañana al desfase en la mente de millones de personas, su apoteósico final llegaría con la disolución del grupo tan solo dos años después y la reinterpretación desde finales de los noventa de un batiburrillo sonoro que aboga por crear ambientes ceremoniales, vacíos, como si la Muzak se adulterara de un ambient fatuo y malinterpretadamente místico, priorizando ornamentos decorativos como el olor a incienso, o las estatuas de Buddha y Shiva, alejándose de su intención experimental y estandarizando una etiqueta pseudo de distinción y bienestar que confunde los fundamentos del confort y el relax musical con la pereza más absoluta.