"...sobre negruzcos acantilados, embriagada por la muerte, se precipita al vacío la deslumbrante Novia del Viento"
Gerg Trakl, poema que inspiraría el nombre del cuadro de O. Kokoschka
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El cuadro La novia del viento (1913-14) |
Hablar del compositor checo Gustav Mahler (1860 - 1911) y del pintor austríaco Oskar Kokoschka (1886 - 1980) y adentrarse en dos de sus principales obras artísticas como son el Primer Movimiento I. Andante – Adagio de la Sinfonía No. 10 y el cuadro de La Tempestad terminadas en 1911 y 1914 respectivamente sin mencionar ese “aura” que las envuelve y que los perturba y que no es otra que la bella y escurridiza Alma, esposa del primero y amante del segundo, es obviar gran parte de la carga emotiva y dramática de ambas. De un lado, a Mahler se le podría situar en la última etapa del Romanticismo musical, pero encajarlo en este período sería traspapelar gran parte de su vida compositiva de un plumazo, –por no hablar de su última etapa–, puesto que también es considerado como el más "moderno" de los románticos, romántico tardío o posromántico, e incluso, un hipotético expresionista ambiental cuya ambigüedad atonal nacería y moriría tan solo en sus últimos años y del que este inusual Adagio tendría varios momentos –sobretodo en el clímax finale-. En Kokoschka, de la misma manera pero siendo claramente expresionista, la base romántica de las pinceladas luminosas que destacan a los amantes abrazados o a la sombría Luna del paisaje nocturno no dejarían de contener, como con Mahler, ese intento de inmortalizar sus sentimientos a través del desgarro plástico o de la desnudez tímbrica, dos piezas creadas con tan solo tres años de diferencia que empatizan por su forma de transmitir la belleza y la crudeza del amor que se escapa, del desdén y la pérdida de esa enigmática "novia del viento" que fue Alma Mahler.
En el caso de uno de los máximos representantes del Expresionismo alemán, y en concreto en esta obra, La novia del viento -también llamada La tempestad y originalmente Tristán e Isolda, como lo demuestra la correspondencia previa a la ruptura entre Oskar y Alma-, se ejemplifica a la perfección el particular modo del pintor austríaco de asomarse al mundo, donde todos los elementos en él viven en tumulto y agitados, donde un torbellino de nebulosas compone y descompone la realidad casi siempre de forma compulsiva entre colores y trazos. Para esta obra se inspiró en su propio momento personal, el fin de una apasionada relación tormentosa con Alma Mahler de casi tres años. En este lienzo se presenta el momento en el que los dos amantes están en una fase de abandono; abrazados el uno con el otro en una especie de barco a la deriva a modo de lecho en un mar igual de agitado que su amor, justo después de la tórrida relación sexual cuando los amantes se encuentran relajados y en un momento eterno, único y de intimidad. Así, representados y fusionados entre sí en una espesa y densa trama de escasos colores que les hacen flotar, dominan en ellos casi de forma absoluta los tonos azules, verdes y grises que refuerzan la sensación de serenidad, pero también pinceladas agresivas de colores rosa y violeta, y todo en conjunto alternando movimientos de pincel largos y firmes con otros más cortos y ondulantes. La luz del cuadro se centra en la figura de Alma, que destaca del resto de los elementos por los colores claros, el resplandor y la delicadeza de las pinceladas suaves, mientras que él aparece despierto y con la piel oscura. Ella está dormida y su imagen transmite sosiego, tendida sobre el pecho de Oskar, este último despierto e inmortalizado por unos trazos más bruscos, un rostro mucho más pensativo y angustiado y una tensión que se desprende de la posición nerviosa de sus manos, evitando entrar en contacto con el cuerpo puro de su amada. Alma está ausente, mientras él muestra rasgos de ansiedad y sometimiento tal y como sería su relación amorosa, tan revuelta como el mar que les rodea –a pesar de que él pretendiera dejar la tormenta fuera de la barca– y pese a que su amor por ella fuera el que de alguna manera los sostenía y les impedía hundirse, confiando en que acabaría calmando unas olas que terminaron por hacerle naufragar durante años.
Incierta e inacabada como el propio Mahler, el Adagio será la única pieza entera de su décima y última sinfonía –llegar a sobrepasar la frontera de la novena y última de Beethoveen sería para él una especie de mal augurio–. Ciertamente, la vida se le escapaba por momentos, y no sólo por su diagnosticada enfermedad cardíaca, sino que su malestar emocional y musical provenía de la infidelidad de su esposa Alma con el joven arquitecto Walter Gropius. Tal era su estado, que la estructura general del movimiento se articula en forma de sonata “revisitada” con dos temas: un tema lírico muy apasionado en los violines, con acompañamiento de los trombones, seguido de su inversión, y un tema con carácter de danza, compuesto por distintos motivos en los que predominará el sonido de las maderas. Antes que todo hay una larga introducción, el Andante, una melodía desnuda y espeluznante de aires misteriosos a cargo de las violas, sin acompañamiento y desligada del tema principal, que anticipa la condición única de la pieza y de la que surge de pronto, con los primeros violines en la transición, una violenta disonancia en el compás 178 que culminará en un fortissimo de tesitura sobradamente aguda con nueve notas de la escala cromática. Sin embargo, tras este punto culminante que entra de lleno en el expresionismo musical, la reexposición se centra sobre el segundo tema, transformándose en una melodía apacible que entra como coda o epílogo de este Adagio, por lo que el movimiento termina de forma tranquila y con armonías tonales. Y así, poco a poco, la última aparición de estos temas se presenta de forma incompleta, como si se fueran desintegrando muy lentamente, y al mismo tiempo, los acordes armónicos de cuerda resonante del principio vuelven a aparecer, nota por nota, para sucumbir plácidamente al silencio final.
Muchos estudios coinciden en que la música contemporánea tal y como hoy se conoce empieza con el primer acorde "Langsam une schmachtend" (lento y languideciendo) de la ópera Tristán e Isolda compuesta por Richard Wagner; otros que no, que la música de hoy en día no se entendería sin el experimental Adagio de la décima de Gustav Mahler. ¿Y si lo que comienza con Wagner es un período de transición que finaliza con la décima de Mahler? ¿Y si aquellos Tristán e Isolda de carne y hueso como fueron Oskar y Alma pintados en esa expresionista tempestad y el finale del Adagio más extravagante de Mahler gritaran y dieran al unísono el mismo golpe seco? Dos perfiles artísticos que rompen su aparente calma en un grito disonante, que aunque parece desvanecerse tras la llegada de un equilibrio como si de un “arco iris” se tratara, continúa rasgando poco a poco de forma melancólica sus entrañas. Igual de profético que inspirador, ese finale parece que fue escrito imitando la forma militar de un cortejo fúnebre, iniciando así su propio descenso al Averno que acabaría un año después, en 1911. El engaño y la huída de Alma Mahler supuso la pérdida de la razón de ambos artistas, y así se pone de manifiesto en ambos; el primero con la ausencia de colores alegres en un lienzo únicamente compuesto por trazos angustiosos, y la melodía desnuda y descarnada del segundo mostrando en conjunto tremendos estados de desolación. Es el deseo de permanecer junto a la otra persona el que se hace vital para su supervivencia, y plasmarlo para que perdure en la eternidad tangible de una partitura o un cuadro, se convierte en en la permanencia del recuerdo imborrable.